Retorno
Nos amábamos tanto - 1
José Antonio Cedrón
a Gregorio Selser, in memoriam
II
Un compañero de barrio que tenía tics nerviosos fue llevado hasta el consultorio de un médico clínico porque durante periodos movía un hombro, en otros podía guiñar un ojo, y en otros periodos estirare! cuello.
La madre solía reconvenirlo en presencia de nosotros con un duro interrogante: "¿no te da vergüenza?".
El médico le recomendó a la señora comprarse una regla de metal duro y tenerla a la vista del niño; cuando hiciera cualquier movimiento, golpearlo en el hombro.
De esta suerte de terapia, supuestamente el niño, ante el temor de ser golpeado, perdería la costumbre de los tics.
III
En 1960 Rosario tenía nueve años y aún le resultaba imposible escribir con la mano derecha, pese a que en la Escuela de Monjas Pasionarias Michael Ham (filial Vicente López, en Buenos Aires) la enseñanza era rigurosa: semanalmente le hacían juntar los dedos de su mano izquierda y en un acto de persuasión educativo-disciplinario las Madres, Hermanas y el Director le pegaban de reglazos hasta inutilizársela para obligarla a ser diestra; una inclinación de lado obsesiva que alcanzaría, con el tiempo, arraigo suficiente. No obstante, a más de 20 arios de pasar aquello, Rosario continúa sin poder escribir con la mano indicada. Los métodos, recuerda, nunca fueron desaprobados por la institución, pese a los distintos certificados médicos presentados.
Leo en el Diccionario Larousse: a zurdas, con la mano izquierda: (fig) al contrario de como debía hacerse.
V
A Marcelino Gómez, un compañero de escuela primaria al que los padres lo querían hacer engordar por aquello de que la salud se ve en los cachetes, lo tenían a vitaminas y rigurosamente condenado a comerse todo cuanto le pusieran delante. Un domingo no salió a jugar a la calle después del almuerzo: la madre le había metido tantos pedazos de carne en la boca, con el tenedor, que tuvieron que llevarlo de urgencia hasta el consultorio vecino del doctor Shajris para que le destapara el conducto, pues se moría por asfixia. Allí estuvo internado hasta la noche, en observación. Después tuvo una crisis nerviosa, pero la madre dijo que era porque se había "asustado un poco".
VI
La tía Esther
Trabajaba en una marroquinería del barrio; cuando no lo hacía o era feriado pasaba algunas tardes con su amiga Eve viendo tres películas y el "número vivo" en el cine Loria.
La vez que se ofreció a llevarme yo debía tener seis, siete años.
El programa incluía El conde de Montecristo, un estreno con Jorge Mistral en el protagónico.
Como a mitad de la proyección, le pegaban tanto a este pobre hombre que no pude resistir el llanto.
La tía me tocaba el hombro con su codo, se inclinaba en las sombras hacia adelante para verme la cara y mirarme con molestia.
Cuando el prisionero ya estaba hecho trapo mi llanto fue incontenible. La tía también.
Me tomó de la mano y me sacó de la sala.
Una vez en el hall, iluminado todavía por la luz de septiembre, se inclinó y me dijo agitando la mano que "esto es una película", que "no tenía porqué llorar", y que si lo seguía haciendo nadie más me iba a traer al cine. "¿,Me entendiste?"
Le respondí que lloraba porque le pegaban.
Y ella insistió: "Ya te lo dije, es una película; si volvés a llorar, acordate que no salís más. ¿Entendiste?" Y regresamos a la sala.
Pero un rato después, lo golpearon de nuevo.
Como no pude evitar el llanto, la tía volvió a sacarme.
Esta vez me dijo: "Me estoy perdiendo la película por vos, ¿qué te pasa? Si lloras otra vez no salís más, le digo a tu mamá y no salís más".
Creo que el guionista tuvo piedad de mí, por lo que recuerdo.
Aunque de regreso en la casa fue noticia para la familia por lo que "le había hecho".
VII
Éramos muy niños, me dice el poeta Eduardo Dalter, por eso nunca me olvido. El tipo tenía como 40 años, se reía con todos los dientes, era bajo, menudo, bien oscuro, y estaba vestido con un traje verde, se movía como los boxeadores, esquivaba; las pelotas eran de metal recubierto con tela acolchada. Si le pegabas tres veces te ganabas un vaso, una muñeca... El kiosco tenía un cartel de metal, letras en rojo, decía: "Péguele al Negro sin Alma"
VIII
A más de cien desconocidos nos tocó el mismo "destino" cuando fuimos sorteados para el servicio militar obligatorio,
poco antes del derrocamiento de una de las efímeras presidencias a cargo de civiles.
La mañana que nos subieron y bajaron de un camión llevamos la libreta de enrolamiento y la boleta en la mano
Y el llamado "destino" era la Escuela Superior Técnica del Ejército, donde unos seríamos asistentes y otros choferes para un mismo jefe militar asignado; una pareja de sirvientes de lujo durante doce meses para llevar y traer familiares en autos oficiales, pagar cuentas en bancos, cuidar enfermos, cargar bolsas de supermercado, retirar ropa de lavandería y tintorería, remedios gratuitos del hospital, regar jardines, lustrar zapatos, preparar y servir café...
Nos sentaron en el piso de la cuadra y sólo nos paramos cada vez que uno de los peluqueros llamaba para pasar el acero.
La primera charla la dio al amanecer del día siguiente en el dormitorio el capitán Colombres, un hombre pequeño, de bigote recortado, subido en una plataforma pequeña con botas de montar frente a una "tropa" de muchachos disfrazados y desarmados "en posición de firmes al pie de la cama".
Fue una arenga con gestos desafiantes: "Aquí lo primero y lo último es el orden, la disciplina y el orden, porque a quien se le olvide, no le alcanzará la vida para arrepentirse..."
Y siguió: "Un soldado al único que le debe lealtad es al ejército, al único que obedece es a su superior, y si su superior le ordena que ataque, el soldado atacará. Y si su superior le ordena que odie, el soldado odiará. Y si su superior le ordena que no se rinda, el soldado no se rendirá".
Para cerrar el círculo de ejemplos que debíamos observar de la conducta castrense, dijo: "El soldado nunca llega tarde a su destino, el soldado no se enferma, el soldado no se muere, y si se tiene que morir, le dice a la muerte que espere, viene y se muere aquí".
IX
Orgullo nacional
Domingo Faustino Sarmiento, presidente argentino desde 1868 hasta 1874, nació en la pobreza extrema de un barrio en la ciudad de San Juan, provincia de la que fue gobernador. Según sus reseñistas: un "criollo de cepa hispánica con profundas raíces en lo visigótico y lo morisco de la raza".
Pedagogo, escritor, político, y también coronel de ejército, Sarmiento fundó y dirigió varios periódicos en Argentina y en Chile, donde vivió una década de exilio. Entre otras obras, escribió Facundo, Civilización y Barbarie, un clásico que regalaban a los mejores alumnos al terminar la primaria.
La escuela le reconoce su docencia modélica, edificante: "Maestro de la Patria", "Padre del Aula Argentina"; conmemora su muerte el 11 de septiembre y en ella se canta el "Himno a Sarmiento".
Sus declaraciones, discursos, citas, escritos son innumerables. En el Senado también hizo docencia, por ejemplo:
"Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran (. ..). El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer". Y después: "La clase decente forma la democracia, ella gobierna y ella legisla. (...) Cuando decimos pueblo entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues, no ha de verse en nuestra Cámara, ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir patriota".
En 1840, afirmaba: "Es preciso emplear el terror para triunfar. Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos. Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación alguna, imitando a los jacobinos de la época de Robespierre".
Como la mayoría de sus pares, Sarmiento ha sido fiel a la tradición racista de la conquista europea.
Siendo director del diario chileno El Progreso, escribe: "¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado". Adversario de Juan Manuel de Rosas, en un párrafo de Facundo, dice: "La adhesión de los negros dio al poder de Rosas una base indestructible. Felizmente, las continuas guerras han exterminado ya la parte masculina de esta población".
Como gobernador de San Juan por orden del presidente Mitre, en 1862 le escribe: "Estamos por dudar de que exista el Paraguay. Descendientes de razas guaraníes, indios salvajes y esclavos que obran por instinto a falta de razón. En ellos se perpetúa la barbarie primitiva y colonial. Son unos perros ignorantes de los cuales ya han muerto ciento cincuenta mil. Su avance, capitaneados por descendientes degenerados de españoles, traería la detención de todo progreso y un retroceso a la barbarie (...). Al frenético, idiota, bruto y feroz borracho Solano López lo acompañan miles de animales que le obedecen y mueren de miedo. Es providencial que un tirano haya hecho morir a todo ese pueblo guaraní. Era preciso purgar la tierra de toda esa excrecencia humana: raza perdida de cuyo contagio hay que librarse".
XI
El general Ramón Alberto Camps dirigió la Policía Bonaerense de la dictadura militar encabezada por Rafael Videla desde abril de 1976 hasta diciembre de 1977, y tuvo a su cargo los centros clandestinos de detención. Fue uno de los dueños de la vida, de la muerte, de los bienes y de los hijos de sus prisioneros.
En 1986, la Fiscalía General lo acusó de haber realizado 214 secuestros extorsivos con 47 desapariciones, 32 homicidios, 120 casos de tormentos, así como violaciones, abortos provocados por tortura, robos y sustracciones de menores.
Todo ello en 20 meses.
Como otros militares de su generación, Camps se caracterizó por su antisemitismo y diseñó un juicio en masa contra los judíos destacados para condenarlos por sionismo, con lo cual se intentaba validar una conspiración contra la Argentina "occidental y cristiana".
Obsesionado por lo que denominaba "cuestión judía", entre otras víctimas secuestró y torturó a Jacobo Timerman, director y propietario del diario La Opinión.
Cuando la presión internacional empezó a incomodar a la junta militar, al prisionero le quitaron la ciudadanía argentina y lo expulsaron del país.
Para justificar el accionar contra Timerman, el mismo Camps organizó una conferencia de prensa en el exclusivo hotel Alvear del barrio Recoleta. Allí se limitó a reproducir unas cintas del interrogatorio bajo tortura donde el prisionero admite ser judío y, ante el delirio de sus captores, sionista como sinónimo
No obstante, la perturbación anímica de Camps resultó tenaz: en noviembre de 1982 publicó el libro Caso Timerman. Punto Final.
En su historial delictivo se cuenta el secuestro y desaparición de 10 estudiantes secundarios de entre 14 y 17 años en una Escuela Normal de La Plata que habían participado en una campaña por el otorgamiento del boleto estudiantil.
El caso se conoció como La noche de los lápices, un texto de los periodistas María Seoane y Héctor Ruiz Núñez que alcanzó difusión masiva a partir de 1986 cuando el director Héctor Olivera lo convirtió en película. Arios antes, en 1983, Camps fue entrevistado por el español Santiago Aroca de la revista Tiempo.
Allí el general admitió su responsabilidad en la desaparición de por los menos 5 mil opositores políticos, justificó la tortura como el camino más corto para conseguir datos, admitió haber eliminado a periodistas incómodos y secuestrado a niños de desaparecidos a quienes les alteró su identidad.
Pese a las acusaciones de la Fiscalía General en 1986, y a la comprobación de culpabilidad por la Cámara Federal en el mismo año, fue beneficiado inicialmente por el presidente Raúl Alfonsín mediante las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y luego por el indulto que decretó Carlos Menem.
Finalmente, para Camps "subversivos son todos los que no se preocupan de hacer de sus hijos buenos argentinos".
Un patriota. Por eso no pasó un solo día en la cárcel.
XII
Confesión y delación resultaron negocio próspero. Eliminando a sus víctimas, el botín militar incluyó todo. Robaron sus casas, sus bienes, sus hijos, sus nietos.
En julio de 1984, la revista Siete Días publicó un reportaje con el sacerdote Christian Von Wernich, capellán de la policía federal a propósito de su participación en campos clandestinos de detención de la dictadura.
Como confesor de Camps, compañero de ruta y testigo de las torturas a prisioneros, Von Wernich defiende a su general: "Que me digan que Camps torturó a un negrito que nadie conoce, vaya y pase... ¡Pero cómo iba a torturar a Jacobo Timerman, un periodista sobre el cual hubo una constante y decisiva presión mundial... que si no fuera por eso... !".
El trabajo forma parte del libro
La realidad miente más, de próxima publicación
Publicado por
José Antonio Cedrón
José Antonio Cedrón