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Fernando Rodríguez décadas después

Fernando Rodríguez treinta años después




En Oslo, con la organización de algunos connacionales residentes en Noruega y el auspicio de la Embajada de Chile, se convocó, en 1995, al Certamen Chilescandinavia. No se ofrecía un premio en dinero, lo cual supone de inmediato la ausencia de escritores reconocidos. Pero no fue así. En poesía la distinción correspondió a Fernando Rodríguez, poeta porteño conocedor del oficio y dueño de un lenguaje rico en referencias culturales. 
A través de textos que operan como símbolos y donde lo más inmediato, la moda, se muestra en un código en el que predomina la ironía, Rodríguez se burla del sin sentido de esta realidad dominada por la estupidez y la chatura; aunque resulta críptico a quien no conoce su metalenguaje.
En concordancia a su escritura visual practica el video experimental. El montaje de sus imágenes produce ese dolor que la carcajada ciega, anunciado en su texto, el que expande y difumina en distintas direcciones su esfuerzo y obra.
Esta se muestra, por fin, en Del azar y la memoria, editada en Pentagrama, sello que dirige Mario Artigas junto al poeta y ex porteño Mauricio Barrientos. Del Azar es hasta el momento la única producción de Rodríguez. Recoge treinta y seis textos de irregular factura, varios conocidos y publicados, de singular vigencia allá en su época.
La escritura de Fernando Rodríguez se vincula a la de Gregorio Paredes y en particular a quienes publica -en 1972 en Venezuela- el poeta chileno Dámaso Ogaz (Santiago 1928- Barquisimeto, 1998) en la revista La Pata de Palo Nº6, “Contra Abobalados, Abacerías y ábacos”. Entre ellos figuran Eduardo Parra, Manuel Espinoza Orellana, Renato Cárdenas, Ana María Veas, Enio (sic) Moltedo y Thito (sic) Valenzuela. Espinoza es, según Rodríguez, el culpable de su debacle literaria. Una tarde del año 70, en el Instituto Chileno Chino de Cultura, lo llamó gran poeta y futuro de las letras nacionales. Este elogio lo marcó para siempre; y de allí, sostiene, se origina su dificultad en escribir.
Lo lúdico de esa década está presente en su producción: Mírese en los ojos de un gato/ y trate de verse en ese juego de identidades de ser y no ser,/ hasta que el felino huya despavorido. Junto al uso de términos cargados de conceptos, imponen al lector la connotación de una culta e inteligente rebeldía.
Del mismo modo los objetos individuales presentados en formato de libros, sus hojas de poesía visual o “Art mail” (cuyo iniciador histórico sería Ogaz), experimentos en videos y otras perfomances, muestran su intención de instalarse en un discurso artístico de mayor nivel, aunque en nuestro caso, reservado al ejercicio de los plásticos.
Del Azar y la Memoria repone en el escenario a un poeta oculto por el exilio y el desaliento. Con ello su autor se impone la necesaria tarea de iniciar las publicaciones que, con el sabido retardo, lo confirmen en esta historia literaria.

Recuerdos de un olvidado (treinta años después)
Querido Juan Cameron: 
Mientras visitaba a un amigo que está gravemente enfermo en el hospital de Oslo, me contaron que habían visto mi nombre en un artículo sobre Eduardo, el de los Jaivas, en granvalparaiso.cl. Debe ser un error, les respondí. En Chile nadie se acuerda de mí. 
Cuando me aseguraron que no era un error, que mencionaban también el título de mi libro, Del azar y la memoria. Dentro de la tristeza que me embargaba, te confieso que esa noticia al pasar, me causo una gran alegría. “Debo tener un santo camuflado en la corte, pensé”. No sólo fue una grata sorpresa comprobar que el artículo se refería a Eduardo Parra y escrito por ti, Juan Cameron para el mundo, pero Claudio para mi, especialmente en ese contexto de un pasado, aunque remoto, no por ello menos importante para la historia de nuestra poesía. Me atrevería sí a insinuar un posible error en el nombre del café de la calle Valparaíso donde nos reuníamos, que fue anterior a la Pajarera y muy anterior al Café Cinema. Este se llamaba Café Vidmar. Pregúntale a Eduardo si hay dudas, él conocía a la familia que lo regentaba, una vez estuvimos comiendo en casa de ellos, junto a los hermanos Rivera Scott, Pancho y Hugo, además de un barbudo pelirrojo que creo se llamaba Iván, bastante terrible en sus juicios. 
Eran los años 1968-9. En esa época conocí a Eduardo. Acababa de editar su Puerta Giratoria. Fue en El Pajarito en Valpo, después de un recital en el Instituto Chileno Chino de Cultura. Y lo de siempre, ¿Tú escribes? Andas con algo ahí? Y le muestro mi poema Paisaje, que era harto experimental, para la época. Lo leyó y dijo: Uy.. Y yo que pensaba que estaba solo... Tenemos que juntarnos; y me invito a su casa, la casa de Viana . Ahí conocí a Juan Luis Martinez. Nunca olvidaré aquel primer encuentro. Yo portaba mi primera colección de poemas, cuidadosamente empastada e ilustrada por mí mismo. Poesía de joven que intentaba cambiar algo en su vida y no encontró mejor manera que empezar por el lenguaje y la forma clásica de sus orígenes, tanto en el texto como en su contexto. Y claro, a pesar de mi exagerada auto estima, no podía evitar sentirme algo cohibido en presencia de estos dos jóvenes mayores que hablaban con tanta propiedad e insolencia sobre los aspectos más sagrados de la poesía. Y era la poesía lo que nos unía en ese momento, fieles a la tradición de los poetas solos, cumplíamos una vez más con el ritual de leernos unos a otros, de compartir secretas lecturas. Aquella noche estos hermanos mayores me introdujeron a la poesía de Francis Ponge, Huysmans y los dadaistas Tzará y Picabia. Luego la bienvenida, cosa que no olvidaré nunca. Juan Luis, después de haber leído rápidamente mis poemas, me dice: Eduardo mm...me....me había contado q...q....que había conocido a un j...j...jooo...ven poeta muy bueno.Nnnn...no me imaginaba que eras tt...ta..tan bueno. Y Eduardo con sus características salidas, le dice: ¡y tú crees que yo me junto con cualquiera!? De ahí nos iríamos al Vidmar, el Café de la calle Valparaíso. Ahí comenzó la onda del juego de los hallazgos y los descubrimientos, donde Juan Luis era el Magister Ludi por excelencia y Eduardo su brazo derecho, su escriba y portavoz. De ahí salió el primer capítulo de La Nueva Novela, que me gustaría creer que fue producto de una creación colectiva, un juego de preguntas y respuestas que Juan Luis se encargaba de recopilar, clasificar y desclasificar, despojándolas de su ordinaria vanalidad, situándolas en un nuevo contexto, rescatando el misterio, el humor y la belleza implícita en el hallazgo, la dimensión oculta del object trouvé. Eran juegos colectivos, divertidos, absurdos, irreverentes donde participaban todos, tanto parroquianos como transeúntes, artistas y no artistas. Las alternativas a las preguntas de J. Tardieu, eran respondidas tanto por poetas, como por abogados, tiras, garzones, pintores, hasta un luchador de cachacascán había, artistas de la vida y uno que otro aristócrata caído en la bohemia del puerto, que comenzaba en la calle Valparaíso y terminaba, muchas veces en el Roland Bar, en el barrio chino del puerto. 
Luego viene La Pajarera, donde te conocí, ¿te acuerdas?. Acababa de aparecer la antología de poetas de Valparaíso, editada por Dámazo Ogaz, en Venezuela. Edic. del Techo de la Ballena. Aún te firmabas Claudio Zamorano. Época de juventud, época de primeros amores y primeros poemas. Mi encuentro con Eduardo y Juan Luis fueron para mí determinantes en mis nuevas lecturas, donde figuraban no sólo Ponge, Huysmans, sino también los textos de J. Vaché, Carrol, Lautreamont y Raimond Russell. En nuestro contexto nacional, sólo quedaban parados Nicanor Parra y Vicente Huidobro, el resto eran, ni qué decirlo, cadáveres. Juan Luis andaba con los manuscritos de su revista de poesía cuyo título provisorio era: La Mantequillera de Terciopelo. Antes que Nicanor se lo escamoteara para incluirlo en uno de sus Artefactos. Ese era un proyecto de varios números que Juan Luis editaría bajo el nombre de Entregas de la Plancha. Demás está decir que la plancha era la de Picabia. Y que la revista nunca salió. Pero no importa, porque ahí estaba la idea germinal de lo que posteriormente sería La Nueva Novela. Eduardo Parra comenzaba su segundo libro cuyo título era: Aceite de Oliva. Los manuscritos, que realmente eran escritos a mano, los leí una noche en la Pajarera. Era una nueva fase en la poesía de Eduardo Más que poemas, eran textos poéticos donde la destructuración del lenguaje alcanzaba niveles paranoico-metafísicos no conocidos antes en la poesía chilena. Estoy hablando del año 1970. Lo más parecido a ese experimento de quiebre del lenguaje, lo encontramos 5 años después en el poema: Areas Verdes de Raúl Zurita. Ignoro si Zurita estuvo alguna vez en La Pajarera y accedió a Aceite de Oliva, libro que desapareció en el tiempo y el espacio. Y si así fue, al menos alguien se benefició de sus misteriosas claves. Y no me refiero al poeta, sino a la poesía chilena. 
Yo por mi parte, tampoco lo hacía tan mal con mis proyectos de libros donde alternaban fábulas y antifábulas, gatos, rayitas y otras seudo-experimentaciones que reuniría en un libro-paquete que también, con tantas idas y venidas, se me perdió. Uno de los pocos que tuvo acceso a ese paquete poético fue Gonzalo Muñoz. Quien también desapareció del mapa como por encanto. Yo más bien diría que por desencanto. 
Mi idea era escribirte un par de líneas de agradecimiento por acordarte de mí, así al pasar, como pasan los amigos que están permanentemente de viaje. Así como pasó este otro amigo por este mundo: Rocco Petruzzi, quien, me comunican, acaba de morir. Al comienzo de esta carta estaba gravemente enfermo; ahora al concluirla, su alma emprendió otros rumbos. 
Yo me quedo aquí, triste, junto a unos pocos amigos, compartiendo más penas que glorias. Igualmente me quedo con el recuerdo de la primera vez que nos encontramos en el Café Cinema, él venía llegando de Oslo con un paquete de mi hermano. Rocco era un director de teatro chileno radicado en Europa desde principio de los 60s. Esa Europa que para nosotros, con porfiada insistencia seguía siendo nuestro norte cultural. Él respondía nuestras preguntas sobre Jodoroski, que estaba filmando en la India, de Peter Brook, quien era su amigo, de Paco Rabal y otros. Nosotros ahí entre divertidos y curiosos, compartimos con él, unos cafés y unas cuantas cervezas, que cosa rara en esos casos cuando un amigo viene del extranjero, nosotros mismo pagamos, sin “matar ningún toro”, por el contrario, “haciendo una vaca”. Y no es que Rocco fuera un hombre tacaño, por el contrario, él se caracterizó siempre por su generosidad y bondad, rara en estos tiempos, para con sus amigos. La razón era más técnica que personal; en el bar no se podía pagar con tarjeta de crédito. Eso fue en la calle Valparaíso en Viña del Mar, el año, 1983. Juan Cameron, Mauricio Barrientos, Alejandro Pérez, Juan Luis Martínez y quien escribe estas líneas, los improvisados contertulios. 
Un abrazo fuerte, de tu amigo Fernando Rodriguez 

Fernando Rodríguez (Valparaíso, 1949) vive en Oslo y ha publicado solamente Del azar y la memoria (2000). Figura en La Pata de Palo (Venezuela, 1971) y La Gota Pura Nº4 (1982). Obtuvo el Premio Chilescandinavia, Noruega, en 1996.

En Oslo, con la organización de algunos connacionales residentes en Noruega y el auspicio de la Embajada de Chile, se convocó, en 1995, al Certamen Chilescandinavia. No se ofrecía un premio en dinero, lo cual supone de inmediato la ausencia de escritores reconocidos. Pero no fue así. En poesía la distinción correspondió a Fernando Rodríguez, poeta porteño conocedor del oficio y dueño de un lenguaje rico en referencias culturales.

A través de textos que operan como símbolos y donde lo más inmediato, la moda, se muestra en un código en el que predomina la ironía, Rodríguez se burla del sin sentido de esta realidad dominada por la estupidez y la chatura; aunque resulta críptico a quien no conoce su metalenguaje.

En concordancia a su escritura visual practica el video experimental. El montaje de sus imágenes produce ese dolor que la carcajada ciega, anunciado en su texto, el que expande y difumina en distintas direcciones su esfuerzo y obra.

Esta se muestra, por fin, en Del azar y la memoria, editada en Pentagrama, sello que dirige Mario Artigas junto al poeta y ex porteño Mauricio Barrientos. Del Azar es hasta el momento la única producción de Rodríguez. Recoge treinta y seis textos de irregular factura, varios conocidos y publicados, de singular vigencia allá en su época.

La escritura de Fernando Rodríguez se vincula a la de Gregorio Paredes y en particular a quienes publica -en 1972 en Venezuela- el poeta chileno Dámaso Ogaz (Santiago 1928- Barquisimeto, 1998) en la revista La Pata de Palo Nº6, “Contra Abobalados, Abacerías y ábacos”. Entre ellos figuran Eduardo Parra, Manuel Espinoza Orellana, Renato Cárdenas, Ana María Veas, Enio (sic) Moltedo y Thito (sic) Valenzuela. Espinoza es, según Rodríguez, el culpable de su debacle literaria. Una tarde del año 70, en el Instituto Chileno Chino de Cultura, lo llamó gran poeta y futuro de las letras nacionales. Este elogio lo marcó para siempre; y de allí, sostiene, se origina su dificultad en escribir.

Lo lúdico de esa década está presente en su producción: Mírese en los ojos de un gato/ y trate de verse en ese juego de identidades de ser y no ser,/ hasta que el felino huya despavorido. Junto al uso de términos cargados de conceptos, imponen al lector la connotación de una culta e inteligente rebeldía.

Del mismo modo los objetos individuales presentados en formato de libros, sus hojas de poesía visual o “Art mail” (cuyo iniciador histórico sería Ogaz), experimentos en videos y otras instalaciones, muestran su intención de instalarse en un discurso artístico de mayor nivel, aunque en nuestro caso, reservado al ejercicio de los plásticos.

Del Azar y la Memoria repone en el escenario a un poeta oculto por el exilio y el desaliento. Con ello su autor se impone la necesaria tarea de iniciar las publicaciones que, con el sabido retardo, lo confirmen en esta historia literaria.

Recuerdos de un olvidado (treinta años después)

Querido Juan Cameron:

Mientras visitaba a un amigo que está gravemente enfermo en el hospital de Oslo, me contaron que habían visto mi nombre en un artículo sobre Eduardo, el de los Jaivas, en granvalparaiso.cl. Debe ser un error, les respondí. En Chile nadie se acuerda de mí.

Cuando me aseguraron que no era un error, que mencionaban también el título de mi libro, Del azar y la memoria. Dentro de la tristeza que me embargaba, te confieso que esa noticia al pasar, me causo una gran alegría. “Debo tener un santo camuflado en la corte, pensé”. No sólo fue una grata sorpresa comprobar que el artículo se refería a Eduardo Parra y escrito por ti, Juan Cameron para el mundo, pero Claudio para mi, especialmente en ese contexto de un pasado, aunque remoto, no por ello menos importante para la historia de nuestra poesía. Me atrevería sí a insinuar un posible error en el nombre del café de la calle Valparaíso donde nos reuníamos, que fue anterior a la Pajarera y muy anterior al Café Cinema. Este se llamaba Café Vidmar. Pregúntale a Eduardo si hay dudas, él conocía a la familia que lo regentaba, una vez estuvimos comiendo en casa de ellos, junto a los hermanos Rivera Scott, Pancho y Hugo, además de un barbudo pelirrojo que creo se llamaba Iván, bastante terrible en sus juicios.

Eran los años 1968-9. En esa época conocí a Eduardo. Acababa de editar su Puerta Giratoria. Fue en El Pajarito en Valpo, después de un recital en el Instituto Chileno Chino de Cultura. Y lo de siempre, ¿Tú escribes? Andas con algo ahí? Y le muestro mi poema Paisaje, que era harto experimental, para la época. Lo leyó y dijo: Uy.. Y yo que pensaba que estaba solo... Tenemos que juntarnos; y me invito a su casa, la casa de Viana . Ahí conocí a Juan Luis Martinez. Nunca olvidaré aquel primer encuentro. Yo portaba mi primera colección de poemas, cuidadosamente empastada e ilustrada por mí mismo. Poesía de joven que intentaba cambiar algo en su vida y no encontró mejor manera que empezar por el lenguaje y la forma clásica de sus orígenes, tanto en el texto como en su contexto. Y claro, a pesar de mi exagerada auto estima, no podía evitar sentirme algo cohibido en presencia de estos dos jóvenes mayores que hablaban con tanta propiedad e insolencia sobre los aspectos más sagrados de la poesía. Y era la poesía lo que nos unía en ese momento, fieles a la tradición de los poetas solos, cumplíamos una vez más con el ritual de leernos unos a otros, de compartir secretas lecturas. Aquella noche estos hermanos mayores me introdujeron a la poesía de Francis Ponge, Huysmans y los dadaistas Tzará y Picabia. Luego la bienvenida, cosa que no olvidaré nunca. Juan Luis, después de haber leído rápidamente mis poemas, me dice: Eduardo mm...me....me había contado q...q....que había conocido a un j...j...jooo...ven poeta muy bueno. Nnnn...no me imaginaba que eras tt...ta..tan bueno. Y Eduardo con sus características salidas, le dice: ¡y tú crees que yo me junto con cualquiera!? De ahí nos iríamos al Vidmar, el Café de la calle Valparaíso. Ahí comenzó la onda del juego de los hallazgos y los descubrimientos, donde Juan Luis era el Magister Ludi por excelencia y Eduardo su brazo derecho, su escriba y portavoz. De ahí salió el primer capítulo de La Nueva Novela, que me gustaría creer que fue producto de una creación colectiva, un juego de preguntas y respuestas que Juan Luis se encargaba de recopilar, clasificar y desclasificar, despojándolas de su ordinaria vanalidad, situándolas en un nuevo contexto, rescatando el misterio, el humor y la belleza implícita en el hallazgo, la dimensión oculta del object trouvé. Eran juegos colectivos, divertidos, absurdos, irreverentes donde participaban todos, tanto parroquianos como transeúntes, artistas y no artistas. Las alternativas a las preguntas de J. Tardieu, eran respondidas tanto por poetas, como por abogados, tiras, garzones, pintores, hasta un luchador de cachacascán había, artistas de la vida y uno que otro aristócrata caído en la bohemia del puerto, que comenzaba en la calle Valparaíso y terminaba, muchas veces en el Roland Bar, en el barrio chino del puerto.

Luego viene La Pajarera, donde te conocí, ¿te acuerdas?. Acababa de aparecer la antología de poetas de Valparaíso, editada por Dámazo Ogaz, en Venezuela. Edic. del Techo de la Ballena. Aún te firmabas Claudio Zamorano. Época de juventud, época de primeros amores y primeros poemas. Mi encuentro con Eduardo y Juan Luis fueron para mí determinantes en mis nuevas lecturas, donde figuraban no sólo Ponge, Huysmans, sino también los textos de J. Vaché, Carrol, Lautreamont y Raimond Russell. En nuestro contexto nacional, sólo quedaban parados Nicanor Parra y Vicente Huidobro, el resto eran, ni qué decirlo, cadáveres. Juan Luis andaba con los manuscritos de su revista de poesía cuyo título provisorio era: La Mantequillera de Terciopelo. Antes que Nicanor se lo escamoteara para incluirlo en uno de sus Artefactos. Ese era un proyecto de varios números que Juan Luis editaría bajo el nombre de Entregas de la Plancha. Demás está decir que la plancha era la de Picabia. Y que la revista nunca salió. Pero no importa, porque ahí estaba la idea germinal de lo que posteriormente sería La Nueva Novela. Eduardo Parra comenzaba su segundo libro cuyo título era: Aceite de Oliva. Los manuscritos, que realmente eran escritos a mano, los leí una noche en la Pajarera. Era una nueva fase en la poesía de Eduardo Más que poemas, eran textos poéticos donde la destructuración del lenguaje alcanzaba niveles paranoico-metafísicos no conocidos antes en la poesía chilena. Estoy hablando del año 1970. Lo más parecido a ese experimento de quiebre del lenguaje, lo encontramos 5 años después en el poema: Áreas Verdes de Raúl Zurita. Ignoro si Zurita estuvo alguna vez en La Pajarera y accedió a Aceite de Oliva, libro que desapareció en el tiempo y el espacio. Y si así fue, al menos alguien se benefició de sus misteriosas claves. Y no me refiero al poeta, sino a la poesía chilena.

Yo por mi parte, tampoco lo hacía tan mal con mis proyectos de libros donde alternaban fábulas y antifábulas, gatos, rayitas y otras seudo-experimentaciones que reuniría en un libro-paquete que también, con tantas idas y venidas, se me perdió. Uno de los pocos que tuvo acceso a ese paquete poético fue Gonzalo Muñoz. Quien también desapareció del mapa como por encanto. Yo más bien diría que por desencanto.

Mi idea era escribirte un par de líneas de agradecimiento por acordarte de mí, así al pasar, como pasan los amigos que están permanentemente de viaje. Así como pasó este otro amigo por este mundo: Rocco Petruzzi, quien, me comunican, acaba de morir. Al comienzo de esta carta estaba gravemente enfermo; ahora al concluirla, su alma emprendió otros rumbos.

Yo me quedo aquí, triste, junto a unos pocos amigos, compartiendo más penas que glorias. Igualmente me quedo con el recuerdo de la primera vez que nos encontramos en el Café Cinema, él venía llegando de Oslo con un paquete de mi hermano. Rocco era un director de teatro chileno radicado en Europa desde principio de los 60s. Esa Europa que para nosotros, con porfiada insistencia seguía siendo nuestro norte cultural. Él respondía nuestras preguntas sobre Jodoroski, que estaba filmando en la India, de Peter Brook, quien era su amigo, de Paco Rabal y otros. Nosotros ahí entre divertidos y curiosos, compartimos con él, unos cafés y unas cuantas cervezas, que cosa rara en esos casos cuando un amigo viene del extranjero, nosotros mismo pagamos, sin “matar ningún toro”, por el contrario, “haciendo una vaca”. Y no es que Rocco fuera un hombre tacaño, por el contrario, él se caracterizó siempre por su generosidad y bondad, rara en estos tiempos, para con sus amigos. La razón era más técnica que personal; en el bar no se podía pagar con tarjeta de crédito. Eso fue en la calle Valparaíso en Viña del Mar, el año, 1983. Juan Cameron, Mauricio Barrientos, Alejandro Pérez, Juan Luis Martínez y quien escribe estas líneas, los improvisados contertulios.

Un abrazo fuerte, de tu amigo Fernando Rodriguez

Fernando Rodríguez (Valparaíso, 1949) vive en Oslo y ha publicado solamente Del azar y la memoria (2000). Figura en La Pata de Palo (Venezuela, 1971) y La Gota Pura Nº4 (1982). Obtuvo el Premio Chilescandinavia, Noruega, en 1996.



Publicado por Juan Cameron

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