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Rolando Cárdenas y su tránsito breve

El sábado 13 de octubre de 1990, Rolando Cárdenas Vera, estuvo en el almuerzo del Grupo Fuego de Poesía. En su saludo, Edmundo Herrera reconoció su estatura. Se sirvió a desgano un sandwich y un plato de carbonada. No quería comer y casi lo obligamos. Al compartir el vino de sobremesa expresó su deseo de morir. Nana, su compañera en los últimos dieciséis años, había fallecido dejándolo en la más absoluta soledad. Ella era el único cable a tierra. Sin trabajo ni dinero, sólo en compañía de sus gatos y bajo amenaza de ser lanzado a la calle, el desaliento hizo presa de él. Por las noches la llamaba enfurecido recriminándole su partida, la que consideraba una traición. No pudo explicarse por qué ella, más fuerte y plena de vitalidad, se había ido primero.

Cuatro días después fue hallado muerto. El anciano poeta Luis Grisset, encomendado para visitarlo por la Sociedad de Escritores, y una pariente de su difunta mujer, lo encontraron en el departamento de calle Teatinos. No hubo violencia ni suicidio. Pudo haber muerto de inanición, pues las cifras así lo indicaban, o de anorexia o de un coma hepático. Cualquiera puede ser el motivo señalado por el protocolo de la autopsia. Eso no importa; el querido Inbunche Cárdenas murió de pena. Se dejó morir, sencillamente, cuando se reencontró con la soledad definitiva.

Alguna vez había escrito: Y puedo estar un día entero sin más compañía que el sol/ o de mis propias manos silenciosamente sencillas y vacías/ y con un sinnúmero de preguntas sin contestar. Y hacia el final, solamente los laureles del olvido: Yo venía de la mano rugosa del tiempo/ y en él me veo ahora/ sentado como ante una puerta esperando la tarde,/ para completar el círculo que inició mi madre». Tempranamente, a Rolando, no lo habría de alcanzar la algarabía.

Su padre, Tomás Cárdenas Cárdenas, descendiente de chilotes, murió cuando el poeta tenía ocho años de edad. Quería para su hijo el oficio de la tierra. De su madre, doña Natividad Vera Barrientos, heredó el amor a las letras y su sensibilidad: «nos enseñó a leer y de sus labios escuchamos los cuentos de Hans Christian Anderssen y de los hermanos Grimm. Por eso mis inquietudes literarias vienen de la primera infancia. No sé; no recuerdo de cuando. Tengo una hermana menor, casada, en Punta Arenas: Clorinda Cárdenas Vera. ¡Clorinda! Nombre muy florido, muy hermoso para mí», cuenta en una entrevista para Las Ultimas Noticias de Santiago, el 30 de noviembre de 1975..

Había nacido en Punta Arenas, en 1933. Realizó sus primeros estudios en la Escuela 9 y en la Industrial Armando Quezada Acharán. Antes de trasladarse a Santiago, para ingresar a la Universidad Técnica del Estado, fue obrero en la Empresa Nacional de Petróleos. Aunque tardíamente obtuvo el título de Constructor Civil y poco ejerció su carrera. Se dedicó a engrandecer la imagen del espectro magallánico a través de la poesía. Bohemio incorregible y tierno amigo transhumante, fue aquella su verdadera profesión.

Sus publicaciones fueron pocas; apenas cinco libros. Otro puntarenense, Ramón Díaz Eterovic, reúne en 1994 su Obra completa bajo el sello de La Gota Pura y con el auspicio del Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes. Con ello hace justicia a la silenciosa labor del vate y lo ubica en el lugar correspondiente de la poesía chilena. El generoso trabajo de Díaz Eterovic rescata Vastos Imperios, libro que «entregó tres días antes de su muerte al escritor Carlos Olivarez, quien pensaba editarlos junto a una serie de poemas de Jorge Teillier. Olivarez recuerda haberlos recibido en la Casa del Escritor y conversado acerca de su título, el que en definitiva quedó tal cual se publica en esta edición» (Obra Completa, pág. 35). Es evidente que, de acuerdo a estos datos, Cárdenas le hizo entrega del manuscrito a Carlos Olivárez y a Ramón, en la SECH, después del almuerzo del Grupo Fuego, que tuvo lugar a pocas cuadras, en un restaurante de calle Vicuña Mackenna. Siete años después, la Corporación Cultural Sur del Sur y la Municipalidad de Punta Arenas, haciendo justicia al trabajo de un destacado miembro de esa comunidad, reedita la recopilación emprendida por Díaz Eterovic.

Rolando Cárdenas no fue solamente un miembro importante en la Generación del 50 -e inmediato referente de Jorge Teillier- sino que representa la imagen del poeta en toda su expresión; un hombre que no concede ni ante la opresión ni la miseria, un amigo que tuvo hambre y pena, un individuo que prefirió callarlo con orgullo para dejarnos, culpa sobre culpa, en el más espantoso silencio.

Su poesía es intensa; se refiere a la soledad del individuo y muchas veces son el paisaje magallánico, la historia y los recuerdos de su infancia los elementos que nutren sus páginas. Su ritmo es fuerte y constante. Sumados estos elementos y ante su recopilación general, nos encontramos ante un gran poeta: Nada detrás de este silencio de roca/ detrás de estas raíces/ que piden eternidad a una tierra que no existe./ Y no descansa el aire doloroso y perfecto. Sin duda fue un personaje admirado y querido entre sus pares. Sin embargo, la brevedad de su obra, las circunstancias históricas de su desarrollo y el bajo perfil que siempre mantuvo en la Generación del 50, hicieron de él un poeta poco reconocido por la crítica y por los lectores del país. Se le vincula a la corriente lárica, al lado de Teillier, cuya amistad se mantiene hasta su muerte. Cárdenas pasó la mayor parte de su vida en Santiago y, a pesar de poseer el título universitario, la permanente cesantía lo llevó a soportar los últimos años entre la miseria y la precaria bohemia capitalina. Eran tiempos de dictadura; la posibilidad de trabajo en la administración pública se vio abortada en 1973; y a partir de ese momento nunca logro levantar cabeza.

Salvo en una oportunidad, que es justo recordar en su homenaje. Fue a comienzos de 1979. El departamento de obras públicas de alguna municipalidad santiaguina lo contrató como profesional y al recibir su primer sueldo se acordó de mí. Vivía yo por entonces en Artificio de Pedehua, con mi familia, en una casa de madera con suelo de tierra y sin mayores instalaciones. Estaba cesante, y aunque había ganado un premio literario bastante jugoso, mil dólares de esa época, pasaban los meses sin que me lo cancelaran. Mi mujer tenía un embarazo de tres meses y ambas familias -que poco ayudaban, o tal vez no podían hacerlo por la mala situación generalizada-presionaban por un aborto. Y aunque se trataba de nuestro tercer hijo, con su madre nos opusimos tenazmente. Rolando conocía esta situación. En mis pocas vueltas a Santiago alojaba en el departamento de Teatinos y recorríamos, junto a Teillier y Enrique Valdés, los bares del centro santiaguino.

A comienzos de febrero de ese año apareció una mañana junto a Nana con una caja con mercaderías. Me emocioné. Hacía mucho que no recibía ayuda alguna y las cosas empeoraban en casa. Mi esposa comenzó a sufrir de anemia y los niños crecían sin mucha esperanza. Yo estaba en verdad anclado a la tierra a causa de la situación y el alcoholismo comenzaba a establecerse. Tras un fuerte abrazo deslizo un puñado de billetes en mis manos. Ese día comimos y bebimos con don Ramón y la señora Mena, los dueños del terreno y de la casa que nos facilitaban, y entre cantos y bromas un fuerte lazo de amistad comenzó a crecer entre los Chacana Pulgar y mis amigos santiaguinos. Bebimos como de costumbre y al poco rato la lengua de Nana comenzó a soltarse con desparpajo. Tal vez impresionada por la consistencia del campechano dueño de casa, dijo en un momento:

-Pero si este hombre, don Segundo, no sirve para nada. ¡Para nada! -Recalcó señalando a Rolando. Este se encogió de hombros y me miró con cierta irónica tristeza, sólo para decirme: -¡Salud!

Publicado por Juan Cameron

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Rolando Cárdenas

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