Apuntes sobre Ética y Poesía
Tal vez la mejor manera de intentar una propuesta sobre Ética y Literatura sea el exponer un par de estrofas de ese anónimo sevillano del siglo XVII –hoy atribuido a Fernández de Andraca- conocido como la Epístola Moral a Fabio:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
*
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruïdo
por el vano, ambicioso y aparente!
*
Aquel que entre los héroes es contado
que el premio mereció. No quien lo alcanza
por vanas consecuencias del Estado.
Ya de inmediato se cruzan en la proposición dos términos al parecer sinónimos: Ética y moral. Por cierto no lo son. El primero nace del afluente de la naturaleza y se expresa, como todos los poderes del Cosmos, a través de su vibración simbólica. El individuo que sabe descifrar estas señales las comprende y hace suyas sin mayor aspaviento. Es uno de los tantos principios inmanentes que no requieren siquiera de la existencia humana; como la justicia, el bien, la salud y muchas otras.
Lo ético subyace en la raíz de la cosa. Implica que al crecer, desarrollarse y trasladarse en el tiempo y en el espacio que le son propios, cumplirá con su diseño natural y dejará una huella perdurable para los demás de su especie cuando llegue al final del camino.
Este lenguaje -de la naturaleza o de Dios como quiera llamársele- está allá afuera en la realidad. Y es esencialmente lenguaje es ético porque es puro amor o armonía. Y el hombre, pobrecito de él, intenta imitarle con su triste balbuceo. Cuanto hace el lenguaje humano, en verdad, no es sino tratar de Y dice patria donde no la hay, y dice democracia también, y dice moral y se hiere la boca con palabras. Pocos poetas llegan a esa expresión donde logos y gramática son una sola cosa, ese transmitir de lo fecundo y lo germinal que no necesita nombrar porque la cosa está; y no necesita callar porque el silencio es escritura de estúpidos.
Para Walter Benjamin no existe un lenguaje de las cosas. Las cosas no necesitan comunicarse; se trata de un asunto exclusivamente humano. El lenguaje es un invento para trasladar una idea de un individuo a otro. Sus signos son arbitrarios, no corresponden al ser de la cosa y es un mero acuerdo entre los miembros de la tribu. “Dicho de otro modo, la posibilidad de pensar el lenguaje, en su esencia, como instrumento de la intención, depende en gran medida de la certeza con que se logre afirmar que no existe nada en el universo, que tenga lenguaje, que se comunique, y que no tenga, sin embargo, intención evidente de comunicar algo” (Ver Walter Benjamin, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres, citado también por Elizabeth Collingwood-Selvi, en Walter Benjamin/ La lengua del exilio, este último de LOM Ediciones).
La lengua resulta entonces una invención del hombre; una ficción que sólo está en su psiquis. Esta no se refiere a ninguna realidad; no toca la realidad ni la cosa que nombra; está en otro plano. En síntesis, el hombre no se comunica a través de la lengua, sino que en, dentro de ella. La lengua hace que el hombre sea el hombre. Y tal ficción significó la Caída, la expulsión del Paraíso. El estado de naturaleza que tanta nostalgia causa en nuestros poetas láricos, se perdió con el lenguaje humano.
Entonces, así como por un lado encontramos el principio de la justicia, el hombre inventó el Derecho, e inventó la Medicina para volver a la armonía en el medio e inventó la Moral, para adecuar a cada sociedad los principios permanentes de ese espacio original. El término griego ethos nos remite de alguna manera a la raíz; en cambio el de morar o el de modus nos remite a un estar, a una costumbre.
Dicho de otra manera, la Ética se vincula con la razón en tanto la moral se asocia a la inteligencia humana. Aunque, entendemos, la inteligencia por otro lado no tiene el mayor interés en asociarse con ésta: es, simplemente, la aplicación de todos los medios y talentos a nuestra disposición para la obtención de un fin. Y este fin puede ser del todo diferente a la finalidad natural de una disciplina, a su proyecto ético.
Y también se diferencian por la sanción. La Ética es asunto del individuo y de su conciencia; nada más. La moral es represión, imposición y coacción también. Más aún, las religiones pugnas por confundirse ante ustedes como representantes de la moral.
La lengua humana entonces quiere repetir la realidad; pero no la alcanza. Es una mera ficción humana. Este definitivo divorcio entre el mayor significado del signo y la realidad a la que se refiere “inter hombres” es lo que Jacques Derridá denomina la “diferancia” (que es distancia y diferimiento a la vez). Por el contrario, la verdad -que es asunto de moral- es entonces el mayor acercamiento entre el significado del signo con la realidad que nombra; pero la realidad es otra cosa.
La lengua humana nombra algo que no existe y repite, y reitera, e insiste en un término, cada vez que este está ausente. De allí que hoy día hagamos gárgaras con la palabra democracia, y soberanía, y patria, y cultura y bla, bla, blá.
¿Y a qué viene esto cuando queremos referirnos a la poesía? Hay varios aspectos desde los cuáles se puede abordar esta relación.
La armonía natural responde a una mecánica celeste, a un logos, que el hombre traduce como gramática. Cuando este ejercicio logra un acercamiento máximo, o verdadero, estamos ante lo que nos produce gozo espiritual, placer estético, economía de pensamiento; y lo denominamos belleza.
El poeta no necesita decir moral ni decir belleza, simplemente señala situaciones cargadas de aquello. Para mí, armonía y belleza y amor constituyen una parte de un todo ético superior al cual sólo pocos poetas alcanzan. He leído discursos literarios que son solamente aquello: discursos; que propenden a la moral y son literariamente anti éticos; porque no son poesía; porque no alcanzan el nivel mínimo de subversión textual para serlo. He leído en cambio textos cargados de ternura y afecto, amorosos textos profundamente éticos y profundamente literarios al mismo tiempo. Pienso ahora en autores como ese magnífico Omar Lara, ese que dice
Ya ni te pido que descanses, pequeñísima
impostergable mujer mía.
Porque esta broma del amor, esta
jugada maestra de sentirnos necesarios
ha ganado terreno, nos ha solicitado sabiamente:
nos hemos vuelto locos.
Pienso en ese Jaime Sabines de bronce y su fenomenal
A mí me gusta Dios, a mí me encanta Dios. Que Dios bendiga a Dios.
Y léanlo entero porque no vayan a pensar que se trata de un texto religioso; Dios me libre. Pero también está quien ha llegado a ser nuestro padre espiritual, poeta de poetas en el concierto latinoamericano actual: el brasileño Lêdo Ivo:
Otros vendrán lúcidos y enlutados,
sin embargo yo vengo borracho, Hermengarda, yo vengo borracho.
Y si mañana encuentran la cruz de tu tumba caída en el suelo
no fue la noche, Hermengarda, ni fue el viento.
Fui yo.
¿Que quisiera expresar con estos ejemplos al azar? Simplemente que la primer relación entre poesía y Ética se ubica en el fin que el poema obtuvo para la decodificación de su receptor. Llegó a éste como poema, con su sonido, su sentido y su magia. Su mensaje final (en verdad su contenido más connotativo) fue la transmisión de la belleza estética; eso.
Por supuesto existen situaciones amorales que el texto a veces intenta denunciar. ¿Pero es acaso esa la función de la poesía? A la estulticia, la roña o el vicio, como diría algún poeta simbolista, señalemos nosotros la ignorancia, al fanatismo y a la ambición, males que tanto nos afectan en este preciso momento.
En sí, cada uno de estos insultos a la Ética carecen de importancia en cuanto son apenas sensaciones individuales; la cuestión surge cuando dos de aquellos se activan en el discurso.
Existe pecado de ignorancia en casos obvios y muy fáciles de identificar: poetas que no leen, autores que no se informan, autoridades rectoras en cuestiones que definitivamente ignoran, abuso de lenguaje tonto (evento, nicho, señalética, tema y otras estupideces), aficionados a cargo de sociedades de escritores (y no se salva ninguna en todo el territorio nacional), etc., etc., etc. A esto contribuye en un alto porcentaje la prensa escrita y sobre todo la televisiva.
Existe pecado de fanatismo en aquellos que sostienen que su visión estética es la única válida. Esto es una falta grave; el idioma pertenece a todos los miembros de la tribu y cada uno puede hacer con él lo que su amaño le indique, porque es propietario del mismo. Cada uno puede declararse poeta y escribir piezas que él llame así o que sean reconocidos como tales por sus pares. Pero de allí pretender -en el exclusivo y elitista territorio del arte- algún reconocimiento como obra, hay una distancia insalvable. Es del todo contrario a la ética presentarse ante la sociedad como poeta cuando en verdad no se es. Una simple documentación de membresía no acredita nada para la literatura.
Pero también es pecado de fanatismo la vanidosa y burda pretensión de los académicos, que lo han llegado a ser en verdad por perseverancia e insistencia, de formularse como rectores de la estética contemporánea. Como diría en forma figurada nuestro poeta Diego Maquieira:
Nos metieron mucho Concilio de Trento
(...)
Bien preparados, sin imaginación
y malos para la cama.
Y a propósito de Maquieira, a este campo del fanatismo pertenece también la admiración a los poetas de culto. ¿Qué es un poeta de culto? Simplemente aquel cuyo nombre repita y cita el lector de medios de comunicación sin conocer a fondo su obra. Cree que de tanto repetido se trata de un magnífico cultor de las letras. Y es de muy buen gusto citarlo. Ésta condición no es proporcional a su calidad; o falta de calidad. Con justicia o no los poetas de culto andan en boca de todos. Recuerdo, sin ir más lejos, la abominable explotación política de Neruda, con motivo de su centenaria, por autoridades que con mucho habrían leído sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Y como muestra de ambición baste citar a aquellos que ascienden y ascienden a un cielo inexistente. ¿Cómo no recordar el poema Concurso, de Martin Sorescu. En párrafos saltados dice:
En una habitación como en todas las otras,
habitada por un sólido cielorraso,
competimos en saltos de altura.
(...)
El más ágil,
el que tiene los músculos acerados, más flexibles
y domina mejor las leyes del impulso
recibe también más golpes en su cabeza.
Ocurre aquello mucho entre los, digamos por ser generosos, “poetas consagrados”. Pero los principiantes no les van en boga. El ansia de figurar sin tener obra, la falacia de derribar a quien le hace sombra, la falsa promoción y la auto propaganda son cuestiones ya muy sabidas entre los primerizos.
En fin, pecados podrían señalarse demasiados.
El ethos de la poesía es el poema. En la medida que subvierta semánticamente la gramática humana, se acercará al símbolo natural. Ese es el único destino posible. El autor puede o no interesar. Como pequeños dioses que pretendemos ser, demos gracias a la naturaleza la oportunidad de, si acaso, entregar a nuestros semejantes un par de textos que les agraden y repitan de memoria.
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Juan Cameron
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