Arte, lenguaje y cultura
Hace unos años me propusieron hablar a jóvenes estudiantes de primer año de Arquitectura, sobre la cuestión del lenguaje. Elegí ese espacio intermedio entre dos proposiciones aparentemente alejadas. Una, la del pintor ruso Vassily Kandinsky, de su obra Punto y línea sobre el plano: la otra, una proposición de un arquitecto uruguayo, autor de algunas obras de teatro y al que generosamente, en el sentido de creador, creo, se menciona como poeta. La charla continuaba de la siguiente manera.:
La primera dice: "el punto resulta del choque del instrumento con la superficie material, con la base. La base puede ser de papel, de madera, de tela, estuco, metal y otros. La herramienta puede ser lápiz, punzón, pincel, pluma, aguja, etc. Mediante el choque la base queda fecundada." Digamos, de manera muy apresurada, que esta cita corresponde al lenguaje.
La segunda dice: "el caso es que los laberintos no siempre están en el mundo para salir de ellos. Para el Minotauro es una prisión, pero para Teseo, una meta. Uno busca la libertad, el otro la fama. Querer salir implica sentirse preso, querer entrar significa sentirse capaz." Y esta - agreguemos para lo que les diré más adelante - corresponde a la cultura.
La aplicación del lenguaje sobre la cultura o, en forma más precisada, de lo individual sobre lo colectivo, es lo que denominaremos oficio, arte o profesión, según sea el método aplicado.
Somos lenguaje
La operación mecánica citada por Kandinsky da inicio o registra más bien la operación del lenguaje. La otra, nuestra ubicación en el mundo, nuestra morada. Curiosamente -esta propuesta es del hoy, del presente- el espacio intermedio entre estas dos proposiciones semeja una proposición filosófica del Círculo de Viena, la búsqueda de la unión entre el lenguaje y al ciencia, la refutación de la metafísica como método explicativo del mundo, etc. proposiciones todas que enfocan mi pensamiento hacia Ludwig Wittgenstein, quien a la vez me dice que "de lo que no se puede hablar, hay que callar".
Entonces hagámosle caso al filósofo y ordenemos la casa.
Somos lenguaje, somos puro lenguaje; somos la única especie humana que domina el lenguaje y el fuego, al mismo tiempo. Otras tendrán lenguaje; ya lo saben los zoologos; pero ninguna como nosotros ha dominado el fuego. El fuego y el lenguaje, símbolo de lo que somos, puro Logos.
¿Y qué rol juega aquí el laberinto?
Recuerdo el poemario El hilo negrode Adolfo de Nordenflycht, quien se escribe como poeta A. Bresky, texto donde yace un diálogo de opiniones bastante precisas y duras respecto a sus mitos ciudadanos, su representación ante el mundo y su poesía. Había cierto paralelismo entre un Valparaíso caótico, semblanza de la oscuridad y de la incultura, con el Mito de Cnossos. Es claro, entre Cnossos y Gnosis, conocimiento, hay un solo paso, o fonema más bien, para quien quiere ver su lar como centro del mundo a imagen -solamente- de la porfiada realidad. En El hilo negro cada personaje tiene un rol determinado. El héroe ingresa al laberinto -el palacio sin límites, el caos- donde el monstruo reside. El hilo mide, establece una comunicación entre principio y fin. El caos, en cambio, no tiene medida. El monstruo existe en la impunidad de su desmesura. Al medírsele, al aplicársele la regla de todos, desaparece, deja de ser, se extingue. Nuestra América está llena de ejemplos. Sin ir más lejos, un dictador es un dictador mientras persiste en su dictadura. Sacado de allí, es decir, medida su incultura por el hilo negro (historia que es en verdad más vieja que el hilo negro), deja de ser monstruo, se convierte en un tipo con pensamiento de vaca y cuerpo de humano, en una piltrafa, en un asesino a sueldo, en un delincuente común.
Desde otro punto de vista (o a contrario sensu, como escucharán decir muchas veces a sus profesores) no dejemos que un Teseo ordinario e ignorante, ese Teseo de Festival de la Canción de Viña del Mar, nos saque de nuestro palacio del saber desmesurado y nos quite nuestra condición de anti Minotauro, con cabeza de hombre -dominador del fuego de la palabra -y fuerza de toro, símbolo contrario al caos cultural en vigencia.
Dasein
Este es el ser: el individuo en su entorno ahora. Hoy es el futuro; el futuro es éste.: ustedes. Ustedes, alumnos, son entes en desarrollo; pero el hoy es permanente, se trata de una sola jornada. Ustedes, y perdónenme el estúpido lugar común (porque los lugares comunes, como los boleros, dicen la verdad) son el futuro de la patria. ¿A ver, ustedes son el futuro de la patria? No, no estoy de acuerdo; ustedes son al patria, el hoy; ustedes. son el país. Y es mejor vivir en un país, con un país, en medio de un país, que en un proyecto de país. Un proyecto es siempre una promesa de futuro, el cielo de las religiones, el paraíso eterno.
Somos, les decía, el ser en el entorno, el lenguaje en su cultura, el "Dasein", como nos señalara Heiddeger al referirse al entorno: el mundo y lo que en él acontece, incluido el hombre. "Yo soy yo y mis circunstancias" afirmará a su vez José Ortega y Gasset Y en las décadas siguientes, con el aporte de hermeneutas, constructivistas y estructuralistas, entenderemos que el hombre está arrojado a un mundo que le surte de una cultura predeterminada, establecida.
Nacemos en un lugar ya con su idioma y sus gramáticas, y sus semánticas y sus costumbres; y para nosotros -que no firmamos ese contrato social que nos obliga - tal es una verdad indiscutible, un dogma. ¿Pueden acaso ustedes pensar en otro idioma que el castellano? Por excepción, claro. ¿Y cuántos de ustedes se enfurecieron hasta el dolor por la caricatura de Mahoma publicada en un diario de Jutlandia? Jutlandia: tal vez el término les recuerde un combate naval durante la primera guerra mundial; nada más. ¿Y si hablaran como lengua madre el sahuili, el sueco, el persa; qué pensarían ahora? ¿Se practica béisbol en algún país africano? ¿Nos interesa saberlo? La respuesta es negativa.
En síntesis, reaccionamos sólo contra quien ingresa a nuestra casa del saber; del resto no tenemos ideas; nada existe fuera de nuestro conocimiento, parece.
Hijos del siglo XX
¿Y cuál es nuestra cultura? ¿A qué estímulos respondemos? ¿Sobre qué piedra levantamos nuestra casa? Lo poco que podría decir, para resumir en algo, es que nuestra estructura se levanta sobre el siglo XX y sus pensadores. Sobre el Siglo XX que ya esta muerto, definitivamente muerto, pero que es una cifra, un concepto nada más, en nuestro imaginario colectivo. Fuera de nuestro planeta, a lo único que podría afectar el desarrollo de este siglo; y con mucho presunción por lo demás, es a la luna. Al resto nuestra existencia les importa un bledo; no existe. Y ahora, en el incipiente comienzo de este siglo XXI, la Filosofía de la centuria anterior, sobre la que basamos todo nuestro aparataje cultura, nuestro lenguaje y nuestra laberinto, ha sido nada más y simplemente que el desarrollo de la historia de las ideas en torno a la ciencia. A la ciencia, a la técnica, a esa revolución en que nos metimos y todavía continuamos, llamada la Revolución Industrial.
Durante vuestras carreras, directa o circunstancialmente, se encontrarán con nuevos nombres en el camino: tras Adam Smith, Friedrich Nietzsche, Federico Engels, Pierre Joseph Proudhom, conocerán a Althusser, Negri, Fouault, Derruida, Habermas, Barthes, Adorno, Benjamin, Hortheimer, Marcuse, Levi Strauss, Sartre, Lacan, Jakobson, Vattimo, Ricouer, Chomsky, tantos más, y a muchos de ellos serán vuestros amigos íntimos. Ellos construyeron aquella centuria. El poeta venezolano Eugenio Montejo nos lo dice en un bello texto, que leeré ahora, llamado
Adiós al Siglo XX
Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías…
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.
Tenemos en consecuencia sólo dos vías para abarcar ese entorno. Y creo que la comprensión del mundo es nuestra tarea en la Tierra, si es que alguna tarea alguien, acaso, nos destinó con anterioridad a la existencia. Una es la ciencia, o su actividad práctica la técnica y las profesiones que en ella desarrollamos, la otra es el arte, oficio de quienes intentan convertir el signo humano en símbolo (ya les diré más adelante). El arte es, como habíamos propuesto al iniciaresta lectura, una interpretación individual sobre su entorno. Por lo tanto el arte refleja la ciencia. Su verdadero estudio radica en la Filosofía, en tanto ésta es, dijimos, la historia del conflicto de las ideas en el siglo XX, en torno a la ciencia. Y en ese caso, la única teoría capaz de medir o establecer la naturaleza del arte, o de alguna forma, tendencia o escuela específica, sería directamente la filosofía; no la estética. Esta última, separada por mera pretensión de la filosofía, durante las últimas décadas, se convirtió en un ejercicio menor, ajeno a la realidad, inútil y presuntuoso.
El arte como visión de la realidad
Esta dualidad de posibilidades de interpretación ha sido una constante histórica entre lo verdadero y lo falso. Esta última - la errónea - ha sido por desgracia la más fácil, popular, aceptada o simplemente impuesta por las minorías en el poder. La posibilidad certera, esa que representa lo permanente frente a lo eventual, se adquiere a nivel personal, en el estudio, en el diario crecer para sí mismo. Antonio Machado, el gran poeta español, nos lo dice así:
Más otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Así, como cuando canta al librepensador Francisco Giner de los Ríos:
Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
A veces - lo saben quienes leen - el poeta percibe ese valor trascendental que tiene la palabra, aunque no sepa explicar la raíz del problema. Y desconfía de ésta. Nada tiene que ver el amor con el amor, sostiene la poeta santiaguina Verónica Jiménez, para luego rematar con una terrible sentencia: Nada tiene que ver el amor con las palabras que engendra. Esta desconfianza en la palabra - o acaso la conciencia de su inutilidad como ente generador - parece una cuestión de poetas. Desconfianza que, por lo demás, llevó al suicidio a Alejandra Pizarnik ante la desesperación o más bien la nostalgia de no ser Dios. El ente creador hace con la palabra, construye un mundo. Para el hombre no queda sino, con su lenguaje, su función de eco, de imitación del sonido galáctico que repetirá eternamente, sin construir más allá del concepto. Tal es la condena.
Si la entropía consumió a Pizarnik, en Laura Yasan la corriente es extrópica. Parte de la palabra pero ésta, mero instrumento humano, no alcanza la realidad; la palabra no basta o, mejor dicho
no hay nada verdadero en las palabras
(...) todo lo que conozco
es este parador en medio de la ruta
un bloque de concreto bajo el cielo infinito.
El escritor, entonces, percibe su ineficacia. A pesar de la significación que el término tiene en el idioma y a pesar de todas las agregadas por el uso y la experiencia (y la magia y la imaginación) siempre hay un matiz, una línea, una superficie que no cubre. No hay palabras, se dice. Pero sí reconoce secretos guiños entre poesía y símbolo. Con todo, la poesía es una cuestión de signos. Escribimos en signos, leemos en signos, nos vinculamos con el entorno a través de los signos.
El mensaje escrito también está lleno de misterios. ¿Recuerdan vosotros la primera vez que lograron descifrar, que entendieron un texto? Éramos niños y sin embargo el placer de decodificar, de encontrar sus vínculos con el mundo real, nos causó una enorme alegría. ¡Yo aún percibo ese gozo!. En ese momento se entra en el signo, se inicia en el humano sendero de la instrucción. ¿Y después, cuántas veces en nuestras lecturas dudamos del texto? ¿Qué leemos cuando leemos? ¿Entramos a un mundo distinto o es pura imaginación? ¿O se trata acaso de la imagen, la sombra, el reflejo, el fantasma de un mundo otro? ¿Y cómo llegó el hombre a crear este código tan perfecto? Tomamos conciencia del signo, pero no sabemos qué es. Estas dudas nos acompañan siempre y les brindaremos mayor o menor atención según sea el camino por nosotros trazado en esta senda de crecimiento.
La caída
Muchas veces la poesía - la de Jorge Teillier, por ejemplo- carga una nostalgia por una suerte de paraíso perdido, un estado natural y puro que el hombre perdió para siempre. De las señales de su entorno, el lar u hogar materno, la ciudad natal, el árbol, la imagen del tren que atraviesa la noche o del canto de las aves, el poeta construye ese extraño llamado al origen de la palabra como un lamento, como una pérdida irremediable:
Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.
Así es, porque en verdad, en lo más profundo de nuestro pensamiento tenemos la idea de un pasado ahistórico, como sostiene el poeta argentino Eduardo Azcuy, de un illo tempore, de una Edad Dorada, absolutamente mítica, donde el hombre se vinculaba con los superhombres que bajaban diariamente a la Tierra a guiar sus pasos. El superhombre, esta suerte de un dios intermedio, más cercano a nosotros, tenía el poder de la palabra, el Verbo; al decir creaba, al nombrar hacía realidad el objeto nombrado.
El hombre quiso arrebatar ese fuego: el poder del Logos. E inventó el lenguaje, una burda imitación del habla de los dioses alejada de la realidad. Y allí el símbolo degenera en signo; cada palabra divide en dos el mundo en lugar de multiplicarlo. Este distanciamiento es la caída, la ruptura esencial de la condición humana, la expulsión del Paraíso. Este es el pecado original, la causa primera del sufrimiento, la sexualidad, el politeísmo y la muerte. Se representa en el derrumbe de la Torre de Babel, momento en que nace el balbucear humano. El Logos se separa definitivamente; el símbolo será en adelante el lenguaje exclusivo de los dioses; la lengua, el idioma, la única forma de interpretar el mundo para nosotros, desde ese aciago momento.
El signo y sus contenidos
Toda lengua es un código, una forma de reconocerse entre miembros de la misma tribu lingüística. Por código entendemos un conjunto de signos que representan algo en la totalidad del mismo. Hay un acuerdo obligatorio e inmanente; es su gramática, el contrato social. Cada fragmento del código, llamémosle palabra, tiene dos aspectos consustanciales.
La primera de ellas se denomina significante; y es la forma material del signo, el cómo se dice, su dibujo sobre la página, su sonido obligatorio, su materialidad y su textura. Pero, entendámoslo bien, se trata de la materialidad de un concepto, de una idea, de una mera abstracción. Pues, el elemento en que el mensaje viaje físicamente en la realidad (una carta, la vibración del aire, etc.) se denomina formato.
El segundo elemento del signo es el significado; es decir, lo que la palabra quiere decir, o más bien, lo que el significante significa.
Entonces, existe una significación precisa y obligatoria que está en el diccionario (¡el código de la dicción!) y se llama significado denotativo, o denotación. Y al mismo tiempo la denotación comparte con otros significados: los agregados por la memoria colectiva o la experiencia individual; o la presta imaginación del receptor. A éste conjunto de imágenes secundarias se le denomina significado connotativo, o connotación.
Allí, precisamente, opera el arte, la poesía. El artista sabe o intuye por qué caminos lejanos transitará la mente de su lector y ocupa palabras que connoten, que reflejen, que evoquen cuestiones distintas a las expresadas por lo escrito en la página. El poeta exige, busca lectores preparados, con imaginación, con instrucción en otras materias. Por eso hoy, en este mundo posmoderno y superficial, la poesía es un artículo sin clientela.
Comunicación, función poética y función referencial
En el esquema del proceso de la Comunicación, la parte formal, material de esta abstracción que es el lenguaje, se conoce con el nombre de mensaje. El mensaje es el dibujo de la escritura, el sonido de la voz, la señal, el guiño. Es decir, corresponde a la parte significante. Cuanto el mensaje conlleva se llama contenido. En otros términos, el contenido es el significado del mensaje. Existe entonces un sector visible, inmediato, que es su significado denotativo, y otro oculto, decodificable a nivel personal, que es su connotación.
Los lingüistas, a partir de Roman Jakobson, indican que la función del mensaje se denomina función poética y la del contenido, función referencial. Poética proviene de poiesis, creación; con ello se indica que la naturaleza poética que pueda tener el texto nace de las propias palabras utilizadas por él. El significado aquí resulta un mero referente que utiliza al significante como vehículo. Dicho de otro modo, la forma forma el contenido o, el contenido contiene en sí la forma.
La sintaxis más ordenada y clara tendrá un significado preciso: se dice “al pan, pan y al vino, vino”; o también “lo que yo digo, se cumple”. Pero si quiero entregar mayores significados al mensaje, lo desordeno, lo subvierto. El conjunto de recursos o formas de subversión del lenguaje, cada una de ellas denominada tropos, conforman la Retórica. Tal es el campo de la poesía.
Símbolo
¿Y qué es el símbolo? ¿Cómo se maneja? ¿Cuál es su gramática? Recuerdo una mañana, muchos años después de comprender aquel texto primero. Desayunaba en el café de la Biblioteca Central, en Estocolmo, y desde la altura - estaba en un cuarto o quinto piso - veía a la gente circulando allá abajo como en un cuadro de Pedro Brueghel el Viejo. Había dolor en esa imagen. En un círculo hundido bajo el nivel de la calle está La Plaza de Sergio, o Sergelstorget, entre la Estación Central y la Calle de la Reina. Allí, a la salida del Metro, ese laberinto de los desamparados, circulan los más desarraigados de la tierra en una especie de mercado de almas donde la droga, el alcohol y la tristeza se cruzan ante la atónita mirada de la autoridad.
Desde lo alto del supermercado Åhlens un cartel publicitario, que anunciaba el film El rey de la selva, dominaba el paisaje. La imagen parecía un símbolo. Tal vez los individuos en la plaza fueran entes no pensantes y la inmensa banderola medieval con el inofensivo león observando a la multitud allá en la plaza pública -con el título como clara advertencia- representara a quien dicta, aplica y hace cumplir la ley; imagen del sistema dominante, de la cultura posmoderna, de la derrota del hombre.
¿Algo así nos indica este lenguaje? Después de todo la realidad no mezquina en símbolos y sólo es cuestión de saber leerlos.
Para el lingüista francés Roland Barthes, el símbolo pertenece al orden de los signos. Tal posición, desde un punto de vista objetivo es válida, en cuanto reconoce al lenguaje como concepción puramente humana y, en su racionalidad científica, no ingresa en territorios de orden iniciático. En su artículo La imaginación del signo dice:
Todo signo incluye o implica tres relaciones. En primer lugar, una relación interior, la que une su significante a su significado; luego, dos relaciones exteriores: la primera es virtual, une el signo a una reserva específica de otros signos, de la que se le separa para insertarlo en el discurso; la segunda es actual, une el signo a los otros signos del enunciado que le preceden o le suceden. El primer tipo de relación aparece claramente en lo que suele llamarse un símbolo; por ejemplo, la cruz “simboliza” el cristianismo, el muro de los Federados “simboliza” la Commune, el rojo “simboliza” la prohibición de pasar.
La forma material del concepto simbólico (el simbolizante) no tiene una relación directa, ni general, ni arbitraria respecto a lo que representa; más bien su lectura (el simbolizado) pertenece a cada uno de sus receptores de manera particular y única; tal como los sueños, tal como los pensamientos.
La “diferancia”
Sabemos que la palabra no alcanza. Para el poeta, ésta es incapaz de definir o captar la totalidad del objeto nombrado. Según los estudiosos -desde Ferdinand de Saussure hasta el más contemporáneo Jacques Derridá- se debe a la arbitrariedad del signo lingüístico; el sonido que forma la palabra, al ser creada en un idioma, no tiene ninguna relación con el objeto designado.
La palabra trueno, en su versión original no fue obra de la boca de un solo individuo sino de varios asustados miembros de la tribu para designar y marcar aquello y, luego, para prevenir. Y, además, de varias generaciones que elaboraron, plasmaron y aceptaron ese término original. Es decir, cada individuo, grupo y generación aporta moléculas de significación antes de aceptar el término.
Derridá designa como la diffèrance esa distancia captada entre significado y realidad (entre concepto y hecho exterior). Es un neologismo que, en francés, intenta concentrar el término diferencia junto a diferimiento. Este último es prórroga, distancia, postergación. El término ha sido aceptado con cierta arbitrariedad como diferancia.
La diferancia es un río infinito, un espacio de la nada que la palabra no puede cruzar para tocar la realidad. Entre el significado de ella -por más connotativo que sea- y la realidad, no hay ningún paralelo que no sea el concepto, el acuerdo humano sobre el lenguaje. El gato no se llama a sí mismo gato. Y si acaso sobreviviera a la desaparición del hombre sobre la Tierra, simplemente no se llamaría, sino que sería; y sin ningún problema filosófico para el felino. Del mismo modo, si éste no existiera como especie, el hombre no habría creado la palabra gato, cat, katten para sus diccionarios.
Pero en el símbolo los elementos simbolizante y simbolizado son una sola unidad, un todo, y crean en el objeto que es la trinidad perfecta en el campo de la realidad absoluta, en el territorio del ser. El símbolo no es afectado por la diferancia.
Estimados alumnos, ustedes son este tiempo. Vuestra presencia aquí y en este espacio de cultura no es gratuita; responde a un plan de vida que, si está trazado o no con anterioridad, carece de importancia. Porque simplemente inician hoy un paso que, a través del trabajo, la investigación individual y el deseo diario de realizar la jornada, los desarrollaran hasta convertir en realidad la proyección que ustedes mismos vislumbraron para sí.
Suerte en la jornada; y muchas gracias por vuestra atención.
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Juan Cameron
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