Cristián Vila, el axolotl y el ornitorrinco
Largo fue el exilio de Cristián Vila Riquelme. Vivió en París y anduvo por Europa entre 1975 y 1991. Como un personaje de Bergman, alguna vez cosechó las fresas salvajes cerca de Malmö allá por las tierras de Juan Rivano, su maestro. La escritura de Vila es intensa y vital, como lo ha sido su camino. Comencé a poner mayor atención en ella cuando nos cruzamos e hicimos amigos -en 1998- al obtener el poeta el Premio del Consejo del Libro y la Lectura.
Vila es un autor prolífico. Se crió en un hogar donde la inteligencia era pan cotidiano y en una familia amante del arte. Su padre fue un conocido psiquiatra y su madre, Nina Vila, una poeta silenciosa muy cercana a los intelectuales de la izquierda fantástica que cantó a la República española. El músico y Premio Nacional de Arte, Cirilo Vilo, es su primo; al igual que Vicente Cau Cau.
*
Una muestra de esta relación con sus días es la novela Crónica del niño lobo, publicada por LOM hace más de una década. Es la historia de este Vicente Cau Cau, una especie de Kaspar Hauser criollo hallado, por los años cuarenta del siglo pasado, en las cercanías de Puerto Varas. Rescatado de los bosques sureños el niño crece al amparo de Berta Riquelme, una pedagoga tía del poeta, quien se convierte en madre adoptiva del pequeño Vicente.
El relato, más cercano a la ficción que a la crónica, resulta una metáfora de nuestra historia contemporánea. Es a la vez Lautaro, Tupac Amaru y Gerónimo, el nativo que avasallado por el mundo moderno será llevado a su extinción. Tal como ese Kaspar Hauser, encerrado por una mano extraña en una choza en los bosques europeos, quien resume el espíritu cautivo por la barbarie de la Edad Media. Este Vicente Cau Cau, «el Tarzán chileno» según lo llama la prensa de la época, es la representación de aquello.
Pero hay aquí una segunda lectura, la de la metáfora escondida «entre el Axolotl y el ornitorrinco». El ajolote representa la semilla, la promesa de un ser perfecto que porta los genes de la belleza, la armonía y la fuerza. El ornitorrinco en cambio es símbolo del erróneo ensamblaje de la naturaleza. Es un individuo; pero al mismo tiempo no se reconoce como ave ni mamífero ni animal terrestre. Es el retrato de una identidad formada por esquemas intelectuales, históricos y racionales como lo es un collage: ni americano ni europeo ni nada. Esta falla ontológica se extiende por todo este sur dominado y mestizo.
Y hay mala conciencia en el mestizaje. Nos vemos como víctimas de un ensayo histórico fracasado o bastardos de la violación europea con la que nos identificamos. Arrancados del estado original en comunión con la naturaleza, como Cau Cau nos integramos a medias al sistema impuesto. Y con él repetiremos la condición de advenedizo, ingenuo y calculador a la vez: «un tipo que era como el resumen de la historia de la humanidad y que, de paso, demostraba la necesidad y las delicias de la educación».
*
La idea tiende en Vila a sobrepasar la estructura del relato. El filósofo insiste en emerger y, aún así, su lectura resulta siempre amena. Pero también el poeta pugna por ser reconocido. Tal vez por ello, al cumplir los 45 y en pleno cambio de milenio, se regaló La Vera Historia. En este poemario invierte el orden natural y desafía al texto literario como sostén de la obra, en beneficio de la segunda interpretación, aquella alejada de la teoría y de la crítica; la cuestión del hablante. La vera historia puede ser implacable. Si se trata de la persona o de una materia de examen escolar, ya no interesa. El poeta canta al paso del tiempo y a los elementos formadores del sujeto: «la ciudad: cuerpo e historia/ la historia: ciudad y cuerpo». Cualquiera sean los límites, sostiene, no podemos escaparnos al ejercicio de escribir. La poesía «como escritura es el recurso al cuerpo pasado o presente».
En concordancia, quien escribe es otro sino uno más de la tribu. El individuo que anota esta fiesta de sombras para detenerla en el tiempo y en la memoria, termina siendo el poeta, el hacedor de los recuerdos como «nieve de aquella ciudad que ví caer hacia arriba». Su lectura de las cosas es la de cualquier ciudadano; pero al reconocerse como vate se le exige vaticinar. Y ante esa exigencia se rebela.
La secreta poesía, la más secreta guardada entre las rumas de papel dejada por los viajes (la escribe de 1980 a 1983 entre París y Berlín) es la que ofrece en este volumen. Y se la ofrece a sí mismo pues constituye la verdadera historia, no la de los triunfadores sino aquella que lo impulsó a decir, a registrar, a protestar porque a él lo afectaba tanto como a nuestra sociedad.
Es precisamente la revisión del cuerpo social lo que permite revisar el camino. La máscara, «el disfraz de ese pellejo crónico», resulta ser entonces «la hermana posible/ para esconderme, otra vez, en esta desnudez más que evidente». ¿Qué nos dice el poeta? En verdad cuanto afirma es su condición de tal. Sin esa capacidad de registro, sin esa capa y chambergo, está desnudo en la comunidad, deslenguado, mudo, sin comunicación. Todo espejo lo delata, confiesa: «trato entonces de iniciar el remedo de una danza y sólo obtengo el remedo de una carcajada./ Un malentendido al interior de otro». ¿Cuál otro; otro malentendido o el otro reflejado en forma invertida? Ambos, se entiende; pues la poesía es siempre polisémica.
La ofrenda ahora nos la entrega como la vera historia, «la firme», la máxima catársis posible. Y en cuanto no está permitido por el canon se convierte en el dador y en el beneficiario de la obra. Su retrato, la mejor fotografía de la serie según el propio fotógrafo, es también una dádiva. Aunque la imagen reflejada no sea sino la máscara. Y esa máscara, la escritura en este caso, ahora develada y revelada, esconde en lo oscuro la verdadera historia del rostro. Vila propone «regresar a la sombra, al lugar señalado donde ya no queda nadie que cuente la vera historia (...) los héroes ya se fueron, desnudos, entrados en carnes, procaces, ciegos, inexpresivos». Y su ritmo nos connota la terrible advertencia de John Donne, «no preguntes por quién doblan las campanas», y esa afirmación no menor de Ginsberg, «He visto las mejores cabezas de mi generación».
Se trata de otra forma del regreso; la del necesario análisis, de la detención momentánea para enmerdar el rumbo. No es poco. Este paso implica otra iniciación entre las tantas a que nos obliga el arte; e impone el término de la anterior, la humillación del pasado ante el estrado público de su propia conciencia para decir aquí estoy, aquí soy y descubrir hacia donde apunta el individuo que escribe desde lo profundo del pecho. Es la suma de su experiencia y eso vale
*
Y ese filósofo oculto en Vila se confirma en Ideología de la conquista en América Latina, finalista en el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos, en el año 2001, y publicada por Ediciones Nobel, en Oviedo, que lleva como subtítulo el lema de su obra: «Entre el axolotl y el ornitorrinco».
El esquema es ya sabido. Cuanto nos diferencia de los animales es el ser puro lenguaje. Esta condición tan humana ha sido utilizada por el discurso dominador para negar el lenguaje del dominado y de tal modo asimilarlo a las bestias. Este proceso de negación del lenguaje surge primero como un malentendido, en el que el oído del conquistador no escucha, para luego imponer por arbitrio el propio, con todo su aparataje y ritual jurídico, produciendo por las repetición histórica de este modelo, un continente sin identidad.
El primer paso de la dominación consiste en establecer el malentendido. El dominador no traduce los significados del pueblo dominado y éste, además, pronuncia en una fonética diversa. Así, por ejemplo -Vila cita aquí a Beatriz Pastor- cuando Colón está convencido de su llegada a Saba y los «indios» le indican que el lugar se llama Sobo, no cabe para Colón sino un error de pronunciación por parte de los indígenas. De este modo, la descalificación de la información concreta «se completa dentro de su discurso con la descalificación global de los mismos como hablantes de sus propias lenguas». Ergo, de trata de bestias sin idioma y como su conformación no es válida, estamos ante un descubrimiento. Para atrás no hay historia: pero aquello ya lo sabemos.
La carencia de lenguaje implica la carencia de códigos. Se trata entonces de «bárbaros» que no saben gobernarse y quienes caen, según la concepción aristotética, en la condición de esclavos naturales a diferencia de la «esclavitud legal» surgida de una guerra. Y allí se aplica en consecuencia el esquema importado por el conquistador.
Una prueba irrefutable de tal incapacidad la entrega Francisco Pizarro. Este, sin ser lingüísta ni mucho menos, intuyó la disimilitud. Narra Vila que en un momento dado el cura domínico de la expedición muestra la Biblia al Inca diciéndole que aquel libro contiene la palabra de Dios. Atahualpa acerca el libro a su oído y como nada escucha lo lanza al suelo. Este acto fue la justificación de la masacre que se siguió «en derecho»; «el problema semántico se había establecido» nos dice Vila.
Los pueblos ahistóricos deben, en consecuencia, ser guiados por los pueblos históricos hacia el desarrollo. No hace mucho, en nuestra época moderna, el Pacto de la Sociedad de las Naciones legislaba sobre la tutela de los pueblos a manos de las naciones capacitadas por la experiencia y su ubicación geográfica «en calidad de mandatarios y en nombre de la Sociedad»; el viejo esquema de Vitoria y de Hegel hecho realidad. La defensa de la libertad de Occidente, del mundo libre (Vietnam, Corea, Santo Domingo, Grenada) o el derecho de los pueblos a su autodeterminación (Hungría, Checoslovaquia, Afganistán) viene o vino a constituir la repetición majadera de una misma política. Y que en América Latina produjo, más que el germen de lo maravilloso que debía ser, representado en el axolotl, el inbunche lingüístico que en verdad somos y que -valga el reconocimiento al compañero ornitorrinco- representa nuestra identidad escondida tras varias identidades impuestas a sangre y fuego; cuando no incorporada por otros procedimientos culturales.
*
En De bufones, poetas y arlequines -novela publicada por Bravo y Allende Editores- se refiere al destino humano y a la tragedia individual a partir del quiebre de 1973. En ella el ejercicio de la lectura puede iniciarse desde varios caminos; como una empresa individual cuya anécdota se desarrolla más o menos cronológicamente desde comienzo a fin, como un paso más en la totalidad de la obra de éste o, tal vez, como una reflexión personal acerca de la situación común de la especie. Cristián Vila pareciera tocar la totalidad de estos ejercicios.
Todas las lecturas son posibles. Pero quizás la señalada por el destino resulta la vía más válida para su comprensión. Hay varias señales. La primera, indicada en el epílogo, viene a ser el resultado de algo que se concluye por inercia. Es una cita de Andrei Tarkovski: «Y el destino nos siguió celoso, como un loco portando una navaja». Y al revisar su prólogo, una vez completada esta lectura, el autor insiste: «Un juego de cartas marcadas, había pensado el que lleva la pluma en esa noche de un Santiago tibio y todavía en pie» .
Por otro lado, coexisten dos o tres escrituras para la misma trama. Esta textura atrapará a los personajes liberando a uno sólo de ellos para su salvación y registro. El libro o la carta de Nicolás Vera es una; y su rescate para la historia, a manos de Antonio el mago -representación del autor- se confunde a la vez con el trabajo del propio Vila. El escritor a su vez -y para alejar al lector de su vínculo con Antonio- aparece en escena en una imagen fugaz en el París de los 80, para opinar sobre una situación determinada y esencial.
Y en esta mecánica, Vila, nos aporta con otro signo: el de la confección del texto. Iniciado en Concepción en diciembre de 1973 lo continúa en París entre junio y diciembre de 1979; y luego en Berlín -entre marzo y julio de 1982- para concluirlo definitivamente en Caleta Horcón, entre febrero de 1999 y marzo de 2001. La historia, al mismo tiempo, ocurre entre el 5 de septiembre de 1973 y el 5 de noviembre de 1980. Estas señas dan cuenta de su ejercicio.
El destino de los personajes -que el autor ha vigilado y observado en esas tres décadas- se confunde con el personal y el de toda su generación. Se trata de Algo así como que todo comienza a derrumbarse y no somos más que fantasmas de un tiempo que no alcanzamos a vivir. Es al mism o tiempo la tragedia individual y colectiva que significó el asalto al Estado republicano. Y de ello, sin embargo, no se difiere un discurso político específico -aunque sus personajes son generosos en este tipo de disquisiciones- sino, más bien, una inquietud ontológica que pone en duda el concepto de libertad individual. ¿Somos, en verdad, capaces de elegir ante diversas posibilidades en cada momento de la existencia? ¿Y si así lo hacemos, fue acaso nuestra voluntad la que -previo a su existencia- nos ofrecía aquella gama de posibilidades? Es claro, si el abanico fue hecho por otros, también lo ha sido nuestra voluntad. Y, por ende, el sentimiento de libertad no es sino una ilusión.
Pero, trátese de determinismo o de libre albedrío -porque la tragedia no es sino el cumplimiento del destino trazado- existe un punto donde este valor sí cobra vigencia. Actuamos -trabajamos más bien- en distintas acciones que dirigen nuestro camino hacia éstas u otras posibilidades de elección.
Vila apuesta más bien al determinismo. El violento corte ha afectado a cada uno de sus protagonistas y cortó en dos el relato para constituirse en un hito -ahora ineludible- entre un antes y un después, entre un aquí y un allá, entre lo que es (lo que en verdad fue) y lo que podría haber (ya nunca más) sido. Pero ya el título nos ilumina al respecto. Sabemos ya -quienes hemos leído a este autor, y en especial sus artículos- que bufón tiene un claro sentido de «tonto útil» para cualquier ideología; que el arlequín posee un rol del cual no escapará en la comedia del arte; que el poeta -creador y escudriñador por excelencia- se ubica entre los dos anteriores y, en consecuencia, no puede escapar a ese destino genérico.
Nada escapa a su esencia; ese es el tópico. Y de allí que la palabra, por mera ficción que sea de la realidad, es precisa y -conceptualmente- real. Quien la vive, quien integra su tribu, no puede escapar a ella. Y tal es el fracaso; vivir es un fracaso; el sentido no tiene sentido. La utopía de la libertad consiste en una mera idea, nada más, de quebrarle la mano al destino; ese sería el triunfo.
En su clarificador epílogo, Vila lo dice a través de su personaje principal: Era una novela, si novela había, del fracaso. La vida -pensó tristemente- era mucho más ancha y todos esos intentos, fragmentarios, confusos, no podían comunicar la carga emocional de cada uno de los personajes que allí deambulaban.
*
Siete años después de haber obtenido el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en categoría poesía inédita, Vila logra publicar bajo el sello de LOM Ediciones Omnis novum sub sole. Nuevamente la oposición entre ajolote y ornitorrinco se hace presente a través del quiebre del lenguaje. Este superpone dos idiomas y dos grupos de hablantes al tiempo de esconder una fractura definitiva; pues toda lengua es un territorio irreductible.
Para quien viene de vuelta nada lo sorprende. Habiendo experimentado todo ningún cuaquier interlocutor podría, a fuer de pecar de ingenuo, suponerle ignorancia o intentar sorprenderlo. Sin embargo esta afirmación resulta una falacia, un mero lugar común, sostiene Vila en este poemario. Se regresa a un lugar distinto dejado. Algo, muy ajeno al protagonista, ha cambiado las cosas: «desde que volví al joven continente/ que no dejan de crecerme las canas (...) TODO ES NUEVO BAJO EL SOL». Si la única patria es la palabra, la palabra es otra. Nuevos nombres tienen las cosas, un lenguaje distinto se parla entre murmullos y ni siquiera el maestro Wittgestein podrá solucionar este vacío: «Caminando, entonces, por el borde de toda memoria, ambos vemos -el filósofo del lenguaje y su discípulo descalzo- que todo se abre como un cofre largamente olvidado». Un pantano de eufemismos reemplaza al territorio; una palabra quebrada, traumatizada en el sentido psicótico del término, designa ahora de manera inhumana, insensible, carente de emoción. Quienes regresan son en verdad víctimas.
La observación de ese mundo se registra por acumulación, ya sea a través de los sonidos («el mágico aunque triste lamado de algún heladero/ el ruido de un bus alejándose en la calle,/ ecos de ladridos, canturreos de grillos») o por la descripción de los objetos que, al ser nombrados, recobran vida y sentido. Así se observa en el canto xxiv: «Hay momentos en que la escritura se presenta como un lugar de nadie. Un enorme terreno eriazo. Un galpón. Un desierto en el cual no hay nadie, sólo huellas resecas, huellas de neumáticos, estrías lunares, voces perdidas».
A cada paso hay un redescubrimiento de «lo nuevo», oxímoron necesario para comprender lo absurdo de la situación. Este absurdo compromete al protagonista del texto, quien no es sino «la sombra de lo que sólo se pudo ser alguna vez en la casa varada en la casa varada en la casa varada en la casa». Esta visión abarca ambas patrias, las de su país. La coexistencia de lenguajes con valores diversos y códigos de áreas al servicio de grupos disímiles es más que obvia. Se trata de lenguajes distintos porque la palabra es un código interpares; porque la palabra estatuye; porque la palabra es la raíz de un concepto cuyo ejercicio mutuo le permitirá convertirse después en otro; es decir, le dará acceso a la tradición; en la práctica accedemos a otras connotaciones, hablamos entre extranjeros.
Quien retorna busca a su propia tribu pues esta conserva el símbolo de lo eterno (das ewig) representado en la Utopía. Aquellos personajes, los náufragos de Horcón, los pescadores, los poetas populares, persisten «como viejos guerreros subiendo al otro cielo». Ese territorio tras el espejo es cohabitado por quienes le precedieron en la construcción del texto: Borges, Nietzsche, Cheb Called, Spinoza, Quasimodo, Pound, Teillier y todos los que comparten el puente en el Bergantín del Irredento, como ha bautizado el poeta a su casa frente al mar.
También caben allí, tras las sombras, los utópatas de Greenpeace, los hermanos del Consejo de Todas las Tierras, los amigos del club de rock y John Lennon, por supuesto. La anáfora registra y convoca «por el consejo de todos los mares y por el de todos los cielos y el de todas las nubes -por el consejo de todas las lunas- las de ayer y las de mañana», es decir, a la enorme cantidad de seres iluminados que pueblan este país secreto. Y muchos de aquellos se reúnen en el hermoso canto xxv.
Estos ciudadanos justifican su existencia frente a los tripulantes de la nave maldita (la otra) «la stultifera navis repleta de locos y borrachos, sabios y doctores haciéndome señas, gestos obscenos en medio de sus risas grotescas». Y justifican el regreso del autor frente al lenguaje ajeno, ese de las palabras sin sentido que parece nombrar y solazarse en el malentendido, en el balbuceo de lo incomunicable: «las palabras han perdido su sentido/ ya no llevan en sí al mundo/ ni designan lo irreconciliable/ ya no se parecen a nada ni a nadie ni develan lo invisible».
Visto así y a juzgar por lad fechas de escritura, Omnis novum sub sole puede considerarse la natural continuación de Tratado del (des)exilio, trabajo en el que la voluntad de integración parecía un tanto más ingenua y un tanto menos desencantada; desencanto asumido por el autor como algo natural, con ese aguzado humor sólo al alcance de los más entendidos en la materia.
*
Cada 18 de septiembre Cristián Vila Riquelme recuerda el natalicio de su padre. Un gran asado se prepara en la terraza del Bergantín y el whisky corre como sangre; o al menos a la par del vino. Su casa esta abierta a los amigos; pero cerrada para el resto del mundo. Y esta marca de territorialidad la hace respetar a como de lugar. El poeta de Horcón es un ser generoso y fraterno; pero no se equivoquen; la dulzura no es su cualidade más evidente. Dicen por ahí -la gente es mala y comenta- que una noche alejó a balazos a un individuo sorprendido en los jardines de su propiedad; y otra sostuvo colgado por el balcón a Gonzalo Contreras, el poeta, mientras gritaba a Gonzalo Contreras, el médico:
-¡O te llevas a este desgraciado, ya, o lo suelto!
Después sostuvo no tenerle mucha paciencia a «las hermanitas Campos», como bautizó a mis amigos en desgracia.
Gonzalo Contreras, el poeta mencionado por algunos mal hablados congéneres como Litro o Delito Contreras (a partir de su sobrenombre familiar, Lito) y por otros no menos malhablados como Gonzalo Contreras el Malo (para distinguirlo del narrador, también nacido en 1958) no siempre se llamó Gonzalo Contreras.
En tiempos de la dictadura el poeta, buen orador y ya con trazas de servidor público, fue dirigente estudiantil en su natal Curicó. En sus alocuciones políticas, tanto en el liceo como en las concentraciones, se presentaba bajo esa «chapa». Un día llegaron a detenerlo a casa los pelafustanes de la Central Nacional de Inteligencia (¡sic!).
-¡Gonzalo Contreras! ¡Dónde está el cabrón de Gonzalo Contreras! -gritaban echando a su padre a un lado.
-Aquí -indicó el sorprendido notario curicano señalando a un pequeño de seis o siete años. Ese era el verdadero Gonzalo, hoy en día médico, a quien su hermano estudiante, don Raúl Contreras Loyola, había usurpado su nombre por razones de seguridad. Y ambos, no por disputar el nombre sino de puro cariño fraternal, suelen escandalosamente trenzarse a bofetadas tras unos cuantos tragos, situación que a Cristián Vila Riquelme no le produjo la menor gracia esa noche de fiesta. Esta vez no distinguió entre el axolotl y el ornitorrinco; ambos fueron expulsados de su hogar.
Juan Cameron
Publicado por
Juan Cameron
Etiquetas
- Cristian Vila Riquelme