El antropólogo y el poeta: señales de desconfianza
¿Por qué a este poeta se le encarga, por parte de un antropólogo, el escribir las notas previas a su obra? ¿Se trata acaso de un cazabobos? El empleo de dos gramáticas diferentes, o más bien de dos métodos opuestos de significación frente al signo hace a ambos circular en frecuencias distintas. Esto me trae a colación un chiste que vi hace años, un dibujo de un famoso caricaturista en el que se observa a un grupo de sacerdotes con sus sombreros y sus negras sotanas hincados en torno a una cruz y riéndose de unos indígenas, supuestamente africanos, quienes semidesnudos y ataviados con plumas danzan en torno a un totem fálico y se ríen a su vez de sus muy católicos colegas. ¿Quién se ríe de quien? es la pregunta. Y también sirva la imagen para consultar a poetas y antropólogos quienes creen ser ellos en esta o a cuál de ambos símbolos aplican el ritual o la gramática de su secta. O si acaso es uno solo el principio y ambos grupos apuntan a lo mismo, el uno adorando el cruce diacrónico sincrónico elevado desde la tierra, el otro loando al falo paradigmático que apunta al infinito; puesto que los dos aparatos representan una sola cosa: la palabra.
¿Qué se escribe cuando se escribe? pareciera ser la pregunta que atañe a la cuestión de la significación. Porque el significado generado por el significante se ha ido clavando en el suelo -también- de esa realidad a la que rehuye y se embadurna con otros conceptos, meros conceptos nada más, pues sabemos (o intuimos) que la realidad sólo puede ser creada por los dioses. Y el lenguaje del hombre -que en su sumatoria unidimensional es el texto- es una vana intención por robar el fuego sagrado y por alcanzar el cielo.
Y aunque ya este dicho y repetido y constituya un lugar común, es necesario reiterarlo. El signo resulta en fin un mero lenguaje del hombre en tanto el símbolo lo es del creador (o creadores). Iniciamos este pensamiento en Juan: En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios. La palabra sagrada construye y conforma, en estricta teoría, la fuente. El signo, en cambio, sólo retrata interpares una imagen concreta, ubicada allá lejos, allá muy lejos en la realidad. Entonces este lenguaje es simplemente repetidor; mera comunicación. Fuera de ello todos los elementos de la cultura, o la capacidad modificatoria del individuo sobre la naturaleza, sí es posible gracias a la existencia del signo. Pero se trata de una creación manual registrada o guiada por este y no de su Logos. Esto resulta importante para determinar a qué designamos a través de la palabra verdad. Muchas veces sostenemos apresuradamente que la verdad no es una sola, que nadie tiene la verdad y, en consecuencia, al no tener márgenes no es posible definirla. ¿Pero no estaremos acaso confundiendo verdad con realidad? ¿O estaremos, una vez más, confundiendo el Logos con el signo lingüístico?
El filósofo francés Jacques Derridá -ese gran iluminado- establece que entre el más cercano significado de la palabra con la cosa designada en la realidad -que no es la cosa misma sino la significación de la cosa- hay un espacio infinito imposible de cruzar cuyos elementos esenciales son la distancia y la diferencia; lo denomina con el neologismo diferancia. Pues bien, de acuerdo a su pensamiento la mayor cercanía del término, del significado más denotadamente posible con la idea de lo designado, ese espacio que ya no podemos hacer mayor porque tocó la costa humana del mar inaccesible, ese es la Verdad. La realidad en cambio es la cosa en sí, la inalcanzada por el hombre y la palabra, aquella designada con el aforismo de “las cosas son como son, y punto”. La realidad escapa al lenguaje humano; la verdad, en cambio, yace en él. El emisor del lenguaje, en este paso primero, deberá buscar esa verdad aunque, como ocurre con todo lo humano, jamás atraviese la distancia que de la realidad lo separa. Pero, a pesar de esa nostalgia de no ser dioses ni elegidos (nuestro signo imita, nada más) el nudo gordiano al que contribuimos en este oficio de ser monos parlantes tiene en sí una estructura, un orden funcional que en su aparente caos reconocemos como semiótico. Allí apuntan estos oficios.
Por otro lado es de común ocurrencia sostener que filósofos y escritores -dejémoslo para el caso en antropólogos y poetas- son en verdad adelantados; que ven más allá de su tiempo. No es así; ocurre que ambos interpretan los signos sociales del mismo modo como el campesino lee la atmósfera. El científico analiza su tiempo de forma bastante denotativa, objetiva, en cambio el artista lo hace connotativamente, a su amaño. Y aunque ambos aciertan, al primero no se le leerá sino cincuenta o sesenta años después y en cambio al escritor, si acaso se lee, se le hará mal o quizá nunca.
El escribir -cualquiera sea ahora la plancha de tal grabado- es metáfora del sueño. Y como en ellos uno sueña nutrir al otro y el otro en descubrir la norma escritural, al escribir cada uno posee ambos roles. En el sueño uno es a la vez el autor y el personaje que se crea a sí mismo; aunque jamás se entere. En la intuición ocurre algo similar. El puente de unión yace en un estado (¿o estadio?) superior a la realidad; aunque en lo más profundo, en lo más alejado de nuestra percepción de aquella. Y jamás lo atravesamos; somos incapaces de racionalizar tal conocimiento con las mismas normas aplicadas a nuestro mundo exterior. Pues bien, si aquellos vínculos generados en el absoluto territorio de la connotación, sea esta individual, tribal o idiomática, es el objeto de esta suerte de antropología -la literaria- allí está precisamente el vínculo de este profesional con el poeta.
Sin embargo estas interpretaciones del medio desde distintos ángulos pueden provocar, supongo, no solamente discursos diversos -como en verdad ocurre- sino visiones que al ser confrontadas resulten incongruentes para el otro. El riesgo del escritor al involucrarse en campo ajeno es el de convertirse en un psiútico de la teoría, en un individuo que pretende ser algo que no es. Aunque, dicho sea de paso, esta suerte de dolo teórico produce buenas ganancias, como la recepción de premios o la nominación de artista de culto con que el stablishment premia a los obedientes.
Para aclarar, Alvarado pone especial énfasis en ideas tales como la honestidad intelectual y la cultura. Respecto a esta última, no se trata solamente de la modificación del entorno por el hombre y por sus sistemas reproductivos, anuladores o de reciclaje, sino de la coexistencia de conjuntos diversos de aquellos en un mismo plano (y para ello recomiendo leer su interesante nota 146 a pie de página). Y en cuanto al primer concepto resulta un elemento significante -para la Antropología- la función emotiva en tanto constructora del discurso. Es decir, esta es la herramienta del individuo para ser representado por el lenguaje en sí frente a la Antropología. En otros términos (de mi particular lectura -y disculpe el autor- por supuesto) se opone a la idea de la disolución del sujeto en el pantano del lenguaje. Sin duda se es en el lenguaje como uno más de la tribu; pero el problema es grupal (social) e individual a un mismo tiempo. Tal como ocurre en el sueño.
Y aunque en su desarrollo el autor recomienda (o destaca; o anota) seguir el buen consejo de la hermenéutica de no confundir la ideología política con utopía o con el concepto de valor, no puedo dejar de pensar su ciencia como un medio para decodificar a este país nuestro que, más que un caldo semántico -una sopa preferiría escribir- más me resulta un definitivo y quebrado pastiche.
En cualquier caso, como poeta no podría llevar este pensamiento hasta definir, en un reduccionismo peligrosamente extremo, a la Antropología Literaria como el estudio del hombre a través de su creación escritural dentro de un marco cronológico determinado. Para Alvarado, en cambio, “la Antropología es, ante todo, un género discursivo cuyo propósito es generar comunicación intercultural desde el encuentro de textualidades”. Está claro, la ciencia transita siempre por significaciones más rigurosas y repele, por principio, toda imprecisión poética. Y si al fin de cuentas llega a una misma conclusión, supongo será por alguna desgraciada coincidencia. Por ello, el haber sido convocado por el autor de La Antropología Literaria se comprende como una manifestación de su indudable sabiduría.
Ahora bien, debo confesar al respetable lector que para mí, en el fondo del pecho, los antropólogos son los últimos sentimentales del antiguo régimen. Tal vez ellos quisieran haber sido los grandes gastrónomos de la palabra; y ahora me parecen una suerte de paramédicos que la asisten moribunda en la Sala de Cuidados Paliativos. Y lo hacen con una magnífica ternura. Amantes del conocimiento, de puro amor a este se fueron quedando solos en esta nueva profunda alta edad media en medio de la barbaria y la mediocridad. Tal amor, el más puro y fértil de los sentimientos, los convierte, después de los literatos, después de los poetas, en los próximos viudos condenados a la hoguera del olvido. Los últimos sentimentales aúllan en el desierto, acompañan los humeantes restos del lenguaje por el curso del Ganges aunque intuyen que a pocos pasos ruge el gran Niágara. Pero es magnífico que así sea; y es hermoso este ulular.
Mas volviendo en materia, como Miguel Alvarado Borgoño bien aclara en el subtítulo de este volumen, se trata de simples “Aportes para la Generación de un Lenguaje Intercultural”. Y estos aportes tienen un orden secreto que ha organizado para determinar en sus primeros capítulos las marcas de su ciencia -llámense definiciones, objetivos, acepciones o historia- y luego, a través de un puente muy propio -El espejo rápido. Notas sobre los caminos de la analogía estética- aplicar estos principios a algunas obras de distinguidos colegas y maestros. Tres cartas, a la manera de las Cartas de Horacio -el primer antropólogo literario en nuestra Historia conocida- y dos notas de cierta dramaturgia diacrónica a comienzos del siglo anterior conforman este cuerpo estructural que, en rigor, llevan al lector más desinformado (como éste que os habla) a decodificar y disfrutar la obra y el pensamiento de Alvarado. Y en lo que respecta, no sin humor inicia el texto con un epígrafe del No me abandones, de Jacques Brel: “Yo te inventaré/ las palabras insensatas/ (que tú comprenderás)”. Las que yo traduzco a mi amaño, también por limitación y prepotencia.
Publicado por
Juan Cameron
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