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Enrique Lihn en la casa de Dostoievsky

Si bien en La Casa de Dostoievsky, una de las más recientes novela de Jorge Edwards, no pretende ser una biografía ni menos una crónica sobre Enrique Lihn, el retrato que de él hace en sus páginas es tremendamente certero, creíble y reconocible entre aquellos que en vida compartieron con el trascendental poeta chileno.

La Casa de Dostoievsky obtuvo el II Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa 2008 con un jurado integrado por Miguel Barroso, Gioconda Belli, Ignacio Iraola, Álvaro Pombo y Marcela Serrano. La decisión se tomó en Buenos Aires el 29 de marzo de ese año y su fallo se hizo público, tres días después, en la capital argentina.

Aquí reencontramos con ese Enrique Lihn con cara de asco, labios gruesos y párpados colgantes, el mismo que inventó el plantarse los lentes sobre la nuca -hoy un lugar común para estúpidos- gesto al cual recurría para desconectarse cuando no se hablaba de él. Es éste, exactamente, el personaje de una obra singular, ágil, del todo entretenida, tal como ha acontecido con las tres o cuatro últimas entregas del Premio Cervantes para el año 2000. Aquí nos reencontramos también con ese Lihn, jodido, amargado, irónico, demasiado inteligente para ser poeta y escandalosamente sentimental para ser tragado a secas por los estructuralosos académicos criollos.

El Poeta -como se nombra sin nombrarlo del todo en estas páginas, es Lihn; y no puede ser otro que él. Lo es en cualquiera de sus actitudes. Su olímpico desprecio a los aficionados y otros poetillas con «inquietudes», de aquellos justamente que invaden y mal ocupan las agrupaciones de escritores, es un buen ejemplo de esa conducta: «Los poetas borrachines, desdentados, pasados a vino, y, además, ignorantes, pelotudos, porque no son capaces de leer nada fuera de las porquerías que escriben ellos mismos, ¡me tienen hasta las recachas» (página 126). Es la opinión del poeta en boca de Edwards; o del señor de la motaña, nunca se sabe.

La figura de Lihn se repite en los territorios vividos -el Chile de los postguerra, París, Cuba, el Chile de la Unidad Popular y de la dictadura- reflejando las actitudes, la entrega siempre dudosa, la intelectualidad casi enfermiza de un creador inquieto, tremendamente interesante e inteligente a la vez.

Edwards intercala o toma prestadas a menudo diversas instancias o anécdotas del mundillo literario local. La novia eterna del protagonista, Teresa Beatriz, parece a simple vista inspirada en Cristina, la esposa de Jorge Teillier, aunque sus propiedades se ubiquen en geografías diversas. Y otros hechos que, si bien pueden ser atribuidos a la memoria de Lihn, fueron relatados como propios por singulares cultores del arte del birlibirloque. Es el caso de la presentación de un poemario en el prostíbulo de la Tía Carlina, en Santiago. El comidillo fue relatado, alguna vez, en el asilo de ancianos de Rinkeby, por el ya desaparecido y ex furioso Sergio Canut de Bon. Sostenía nuestro sueco amigo haber efectivamente llevado a cabo tal pilatunada cuando se desempeñaba como funcionario en el servicio de Correos -en tiempos de Jorge Alessandri- y nada menos que asistido por la sobrina de aquel presidente de la República quien, por razones de la inclaudicable soltería de su tío, fungía entonces como primera dama de la Nación.

El asunto del pistoletazo de fogueo, que Edwards ubica en manos del encopetado y decadente esposo de «Teresita», y en pleno centro de París, ocurrió en Santiago de Chile a comienzos de la década de los ochenta. Por cierto el motivo -como la dama en cuestión- no se ubica en París, situación irregular, libro escrito con anterioridad, y publicado recién en 1977, sino en A partir de Manhattan, aparecido en 1979. Testigo del incidente -del modelo, no del literario- fue el poeta Óscar Hahn. A él le correspondió abrir la puerta del departamento al cornudo de marras quien, empujándolo con violencia, apuntó a Linh en el pecho y disparó de inmediato. El mentado Poeta -echado en la silla tipo Julio Iglesias que tanto amaba por ser el sitial de su Gerard de Pompier- se fue de espaldas con mimbre y todo dejando sus pies en dirección al cielo raso. Tiempo después una hermana del atacante me contó que la intención de éste fue provocarle un infarto.

Otro recurso bastante eficaz permite a Jorge Edwards transitar sobre la vida de su Poeta. La referencia a poemas en el instante mismo de su escritura, a los que el autor de la novela instala en puntos precisos de la historia, entrega al conocedor de Lihn un nuevo elemento para la construcción de su escena. Llega a ratos a pensarse este trabajo como una biografía novelada, aun cuando aquello no corresponda al objetivo trazado por su autor. Con todo, la primera época del protagonista resulta la más verificable. Los amigos de Linh -Jodorovski y los otros, el Chico Molina, Teofilo Cid, los surrealistas mandragóricos- aparecen allí con sus extravagancias y sus grandilocuentes deseos de ruptura. Entre los más jóvenes de entonces, en su misma generación, figura nuestro actual poeta Jesús Ortega, por entonces alumno de la Escuela de Bellas Artes además de promisorio artista plástico e inventor de Charles Ronsard, un gabacho oriundo de Normandía: «Chus Ortega, no falsificaba cuadros en el sentido estricto del término. Lo que hacía era pintar la pintura de un pintor que no había existido nunca, un pintor cuya biografía inventaba junto con inventar su pintura...» (página 33). Trabajo que, según Edwards, le proporcionaba a nuestro querido amigo muy buenas ganancias.

El cuestión principal de Jorge Edwards en La casa de Dostoievsky es la relación de nuestra historia más reciente a través de la visión de un individuo culto e intelectualmente bien dotado, testigo de una época y de sus avatares. La figura de Enrique Lihn, con sus manías, su inclasificable conducta y esos fantasmas literarios que determinaban su entorno, se salva aquí para el lector del implacable juicio histórico.

Juan Cameron
Publicado por Juan Cameron

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Jorge Edwards
Enrique Lihn

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