Gestores, comisarios, curadores
¿Y qué será de nosotros, ahora sin los bárbaros? Se preguntaba Kavafis. Esa gente, escribió, era una especie de solución. Sin duda aquellos invadieron el campo de la retórica, que por supuesto despreciaban, e impusieron la técnica. Siglos después, el hombre del Renacimiento sabría armonizar ambos conceptos para imponer, como centro de la existencia, el sentido de humanidad.
El sentido del ahora enunciado por el poeta egipcio cobra, y es, la plena actualidad. Invadido el templo por los mercaderes, en este punto de la historia que ha dado por llamarse posmodernismo, estamos aún muy lejos de un posible renacimiento. Las hordas han conquistado el planeta una vez más.
Invadido por éstos el campo del lenguaje, los nuevos términos se repiten en todos los discursos para dar legitimidad al atropello. Desde la caída, desde que el hombre dejara de hablar en símbolos, necesito de los signos para mencionar el entorno que ahora no creaba con su decir. Hoy, frente a la nueva expulsión del Paraíso ("ahora" la de la esperanza y la liberación) los nuevos términos justifican la existencia de algo inexistente; legitiman de forma paranoica lo que es ilegítimo, falso, burdo y repetitivo. Al dominio del capitalismo se le bautiza como neoliberalismo, a la colonización de los territorios antes soberanos se le llama economía liberal de mercado; la oferta en la plaza pública es marketing y los nuevos buhoneros crean apodos para dominar cada tipo de negocio. Estamos en el territorio de la posmodernidad, de lo que se acabó: el del fin de la historia.
El arte no escapa a esta cacería; los marchand o mercanti -mercaderes de obras de arte- y los administradores de sus salas de venta, pasan a llamarse comisarios, luego curadores y, al invadir el espectro total de la actividad creativa se bautizan de diversas maneras; hoy el alias de moda es "gestor cultural".
Para justificar la actividad, en el terreno de lo sígnico, necesitan de una literatura propia; esta la encuentran en el campo universitario -el de los técnicos- a través de los papers y luego de los ensayos en forma de libros, como un nuevo y dominador género literario. Quienes no hacen arte pueden así manejarlo en su comercio a través de esta nueva legitimación. Los teóricos -ya no críticos específicos- invaden las llanuras de la filosofía con las armas de la ingeniería (muchas veces de la comercial, sic) y de otras pedantescas áreas del conocimiento, con un fin práctico: el de llevar la obra de arte, ya no a la feria donde se supone que se abastece el pueblo, sino al sagrado templo ahora invadido por los mercaderes y su dinero.
El simple negocio de producir y de vender su producto, propio del creador artístico, pasa a manos de estos llamados gestores culturales; una nueva especie cuyo objetivo es vender el esfuerzo ajeno y obtener una ganancia particular. No necesitan ser artistas; ese no es el punto; no necesitan siquiera saber de arte -pues la mayor parte lo ignora o, al menos, no lo comprende- sino usurpar el negocio a sus legítimos productores.
Para justificar el latrocinio -y allí su "género literario"- dan variadas razones. Entre ellas, que la obra debe acceder a la mayor cantidad de consumidores, que el artista crea a través de métodos subjetivos (y por lo tanto no sabe), que es necesario reproducir lo mejor de las culturas en un mundo "globalizado", que el discurso político es ahora ineficaz para transportar el producto hacia la mayoría, que las nuevas tecnologías no pueden ser comprendidas por los artistas, que éste es un ser conservador cuya obra se reproduce a través de meros procesos imitativos de aquello considerado "el buen gusto", que se basa en ideologías pasadas, que no puede gestionar en las "nuevas industrias culturales", que sus procesos creadores no son gestionables, que la crisis de la civilización mezcla arte, cultura y patrimonio, que se debe por tanto repensar las interrelaciones entre economía y cultura (ambas con mayúsculas), etc. Y para ello impide, a través de una eficaz reglamentación, que el artista gestione con el Estado y con los particulares (ahora "lo privado") la difusión directa de su obra. El individuo es incapaz; la organización puede en cambio comprender, el negocio, de manera objetiva.
Falaces justificaciones; de hecho la obra del artista no sólo accede a la nación toda, y al campo del idioma, sino que además enriquece y se conforma en el patrimonio cultural de ésta, sin que por ello el autor se enriquezca. En todo caso, no es la riqueza en el sentido de acumulación, sino el buen vivir, lo por él buscado.
El arte, en el sentido conceptual y práctico, es absolutamente objetivo. Es un negocio de formas que trasladan contenidos -no ideas- sustentados en conocimientos técnicos específicos. Quien no comprende esto, o quien lo sabe y se hace el sordo, expresarán respecto a ello el mismo precario sintagma.
Y frente al dominio "casi" universal de las empresas transnacionales y sus burdos servidores e imitadores locales, la tarea del artista no es la universalidad integradora de los signos; por lo contrario, apunta al rescate de los valores universales del humanismo a través de sus lenguajes particulares y, de tal manera, preserva la cultura como forma de comprender y acceder al mundo. Cabe preguntarse: ¿Acaso la receta del conquistador es la mejor receta?
Suponer, por lo demás, que "antes" el mensaje artístico circulaba por el canal de lo político y a éste servía en cuanto a oculta connotación, es un engaño al pobre e incauto lector. Tanto como sostener que la izquierda no puede existir como instancia liberadora, sino como simple Utopía, pues ya cayó el muro de Berlín. En otros términos, que la Unión Soviética era el icono central contra la explotación humana y, desaparecida ésta, la lucha reivindicativa no existe (o era pura teoría, invento del mal, nada más).
Para impedir al artista la comercialización directa de la obra, debe descalificarse. Así como el izquierdista, es un ser inútil, anticuado, pasado de moda y además nostálgico. Supone, esta nueva "gestión cultural", que el pobre creador se define ante el consumidor por el mero sentido del "buen gusto" (ahora, además, puesto en duda como un sentido patético, poco objetivo). Y debido a esta incapacidad práctica, de origen político, y por ser un derrotado es incapaz de manejarse frente a los mercados del arte, la "industria cultural". Se apunta a una razón ingenieril muy eficaz: como su proceso es subjetivo no puede "gestionar" ante el duro mundo de la objetividad y las necesidades determinadas. Es como un niño, es como el imbécil auditor medio de la TV, a quien debe nombrársele un curador (¡sic!) que administre su producción.
Y, para mejor confundir a esa masa victimada -donde además se confunden creadores y posibles compradores- se sostiene "ahora" que no existen barreras entre lo antropológico y lo cultural de la cultura. Es decir, vale tanto una representación folklórica como una ópera o un libro de poesías; todo en un mismo saco para vender por lotes al incauto receptor. Así, en una manifestación más de lo posmoderno, se ubica a un mismo nivel semántico aserrín con pan rallado, creadores y recreadores, talentosos individuos y sinvergüenzas imitadores. Al mismo precio de gestión.
Entonces es preciso formular nuevas técnicas de ventas para este nuevo producto. Se determina, con eficaces reglamentos y normas dictadas desde el poder, que de "ahora" en adelante sólo se negociará con instituciones, llámese sindicatos, agrupaciones o entidades comerciales en forma de pequeñas empresas culturales. Festín para los inútiles, la labor del artista debe ahora someterse a la regulación de su mercader propio, cuando lo hay, para acceder al gran público receptor.
La receta es eficaz. Frente a la cesantía producida por el posmodernismo en la acumulación entrópica, en cuyo centro se ubica el más poderoso, aparecen los intermediarios, los gestores culturales. Se trata de individuos formados en el campo partidario a quienes se les bendice, a través de la Universidad, con un certificado ad hoc como carta patente para birlar la ganancia del artista; una nueva y original forma de plusvalía.
En Chile, y con mayor razón en Valparaíso, puesto que esta ciudad ha recibido dos nombradías importantes, la aparición de este sujeto se ha hecho notoria. El hecho de haber sido declarado Ciudad Patrimonio de la Humanidad y Sede de la Institucionalidad Cultural, supone la posibilidad de enormes y variados recursos económicos. Por un lado, la cifra de cincuenta millones de dólares a través de un préstamo blando; por otro, la instalación de un servicio público en la ciudad, que requerirá -se cree- de nuevos y bien pagados funcionarios. No es poco el interés.
Diversas reuniones, cursillos y "eventos" (como se denomina hoy a cualquier acto, hecho o acontecimiento no preparado) se han organizado para funcionarios de estamentos relacionados con la cultura y distintos asociados en el terreno político, para prepararlos en la "gestión" cultural. La convocatoria, en estos casos, es interna; por no decir secreta, y no llega a oídos de los artistas. Los pocos quienes han accedido a estos encuentros, comentan sobre la total ignorancia de los participantes sobre la cuestión artística, cuando no cultural a secas.
Por otro lado, hay gestiones que dejan bastante que desear. Referirse a cada una de ellas daría para una nota en especial, querellas por injurias e innecesarias enemistades. Ojalá la alta autoridad ahora designada para los efectos, ponga coto a esta situación. Y tal vez sean los artistas quienes gestionen la cuestión cultural, al menos la creativa, que por derecho les corresponde.
Tal vez si el mentado y repetido Neruda estuviera vivo, exclamaría: ¡Gestores, comisarios, curadores, venid a ver mi patria muerta!
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Juan Cameron
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