Los caminos de Guillermo Rivera
Guillermo Rivera Ordenes fue durante largos años conocido como cuentista. Hasta obtener uno de los premios en el Concurso de Publicaciones Literarias del Gobierno Regional de Valparaíso, el año 2002. Anteriormente había vivido una larga temporada en Estocolmo y allí participó en algunos intentos editoriales, hacia fines de la década de los ochenta. El Tractatus y otros poemas fue entonces su primera aparición. Algunas narraciones suyas habían sido publicadas en la revistas Intento, un esfuerzo editorial gestado junto al poeta de San Fernando, Lorenzo González, y Ö (Isla), ambas en los suburbios de la capital escandinava.
Antes de partir a Suecia, país donde residió entre 1986 y 1993, en poeta trabajó en Scassi maderas, un aserradero en Viña del Mar dode el poeta Hugo Zambelli era con table. En cierta medida fue este quien le indicó el camino de la poesía. Por otro lado su hermana Ximena, también poeta, le ha permitido un diálogo fructífero en esta forma de enfrentar la vida y su lenguaje.
El Tractatus y otros poemas contiene textos ya conocidos entre sus colegas. En actos y recitales ha ido entregando distintas facetas de estas piezas escritas y revisadas con insistencia y oficio. Como si se tratara de un artesano, su cuidadoso estilo se supera en ritmo y en contenido hasta obtener ese punto de maceración donde el discurso alcanza un pleno sentido poético. La imagen de un paisaje compuesto por fragmentos, signos y referencias se transmite al lector por el simple artilugio del montaje.
Esta tarea de sinécdoque y metonimia y repetición textura un escenario sobre el cual la anécdota fluye de manera natural. Como si se tratara de un relato o de un rompecabezas donde la poesía -esa subversión permanente del ente sintáctico- aflora en el campo de significados y cumple con las exigencias requeridas a nivel semántico.
El Tractatus nos refiere de inmediato al aforismo de Wittgestein -De lo que no se puede hablar hay que callar- a ese poetizar desde el silencio el propio sinsentido de la existencia. Así como en el maestro austríaco lo inexplicable se muestra en lo místico, en su aprendiz viñamarino aparece en unidades poetizables al buen ojo del lector. Salvo que, pudiera ser, intente aquí una pequeña contribución al «Tractatus Logico-Philosophicus»; porque en el nombrar no hay engaño. Es dable pensarlo; en Las Metáforas el poeta va reconstruyendo su imagen a partir de situaciones o retratos ubicados en el pasado -infancia, amores, desafuero y exilio- y de pequeños flashes que en Los hechos iluminan el momento presente para, a fin de cuentas, justificar en un todo su existencia.
Hay voces de tradición en su discurso. La creación en tanto es aportada por un estilo cauto donde la pasión aflora en cada palabra burilada con paciencia sobre la gozosa página. El cántico de los versos finales, instalado para el coro al finalizar cada estrofa, reitera el ritmo «sin saber que la piedad y los sentimientos/ de la gente/ es la más humana de todas las metáforas». Pero el poeta lo sabe; ahora lo sabe.
La estructura formal del poema delata a veces a ciertos hechos sociales disfrazados como auténticas maravillas o milagros. En Seis imágenes de la aparición de la Virgen este procedimiento cobra extraordinaria eficacia para desmantelar una puesta en escena tolerada por el poder. La Virgen emergida del éter en las colinas de Villa Alemana durante la dictadura militar, sirvió con mucho para desviar la atención pública de las atrocidades cometidas por el régimen. El apoyo técnico de los aparatos del Estado fue fundamental en ese happening milagroso que instaló sobre el estrado nacional a un visionario jovenzuelo, fallecido después en el cuerpo de una adusta y alcohólica señora.
El poeta se ubica en el centro del laberinto. Para reordenar el camino y quitarle sentido al caos, debe reconstruir sus pasos. Este retorno habrá de realizarse en el mero plano del lenguaje, en el relato, pues sólo somos signos e imágenes No sabe si tendrá éxito en tal empresa: «Quizás un día te cuente lo que he vivido/ pero ahora sólo puedo recordar algunas cosas».
Ni siquiera las damas que alguna actuaron en ese tablado podrán recobrar sus roles. Son imágenes furtivas, leves pasajeras fugazmente retratadas por el tiempo o el recuerdo. Sus hechos, por cotidianos que parezcan, tuvieron la suficiente fuerza para llevar sus días en una u otra dirección. Hay un absurdo en los acontecimientos, a la manera de Carroll, y en esa circunstancia el autor aparece y desaparece así una fotografía se traspapela en el arcón de los recuerdos: «Yo, a veces,/ tenía la impresión que eso no era cierto/ y me quedaba en el cuarto de Adelaida/ y desgranábamos arvejas hasta el amanecer».
El laberinto, en fin, es el camino. La línea trazada por el destino se pierde entre las luces y las sombras del mosaico aún cuando la ballena blanca esté ahí, como el amor, bajo unas aguas transparentes que sin embargo se oscurecen ante el reflejo del cielo. Los apuntes del capitán Ajab son su propia bitácora. Breves notas de una persecución cuyo objetivo en verdad desconoce. La suma de fragmentos no muestran el sentido, pues al parecer no existe sino en el concepto humano. Hay pequeños atisbos, signos para descifrar algo más allá de nuestra comprensión. Los hechos indican otra cosa: yo no olvido el olor a humedad/ de las plantas/ La familia de mi mujer fue enterrada/ en un gallinero/ Y en silencio sus espectros de momia/ desenterrados dos días después de la tormenta. La realidad es más absurda que la poesía.
Tras haber obtenido el preciado premio del Consejo Nacional del Libro entrega su segundo libro. Cuatro cuadernillos cargados de significaciones y recursos de estilo, con una perfecta fluidez y estructura semántica, conforman su segunda obra, Comedia de Chile.
¿Comedia? Walter Percy, quien lanzara al mundo La Conjura de los necios, del joven suicida John Kennedy Toole, dice refiriéndose a Ingatius Reilly, su protagonista: «No sé si utilizar el término comedia (...) Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término comedia». Y algo similar nos ocurre al leer este libro. El término bien podría abarcar el texto de su escritura como el sujeto de su enunciación: Chile, el país que subido a un escenario actúa bajo diversas y numerosas máscaras para lucir, en la exterior, una fenomenal sonrisa de alegría.
Rivera, quien ha llegado a ser con merecida prontitud uno de los mayores o acaso el mayor poeta de la región, instala el tablado en una ubicación muy precisa para describir a esta sociedad. Se trata de Viña del Mar de los 60’s con una industria vigente y una separación social y geográfica muy marcada en torno de su Avenida Libertad. La llamada Población Vergara ubicaba alrededor de esta arteria central, contiene en un plano cortado por las calles 8, 9 o 10 norte, a lo más granado de su burguesía: «la gente gente», escuché decir de niño a una tía bien casada. Más allá, y como una punta de flecha, hasta 15 Norte y a partir de 1 Oriente y 1 Poniente, crecían las poblaciones obreras, los cités, los asilos de huérfanos y de ancianos, los espacios marginales que se encaramaban, ocultos a la sociedad, por la ladera del Cerro Santa Inés. En aquella locación creció nuestro poeta Rivera.
Su discurso no es político en lo inmediato, ni tampoco lárico ni exclusivamente existencial. Es el discurso de un poeta que muestra sin calificar la realidad. «El viento que arrastra tantas cosas», titula su primer texto para indicarnos que estamos en otro tiempo, en la representación de algo que ya no es; pero que sin embargo existe en el presente al ser parte integral del todo: «Me hace añorar las baldosas del Sindicato de la Unión Lechera/ añorar los viejos goznes de la maestranza/ y los cuerpos de cada una de las mujeres que amé». Esa fuerte nostalgia no es, como se verá más adelante en el libro, un simple plañido por cuánto ya fue.
«Pero ¿quiénes eran esos con los rostros pintados?» Se pregunta el poeta. Tras las máscaras siempre existe una realidad oculta; la que es necesario oscurecer: «Que no nos llamaban por nuestros nombres/ que es como se llama a la gente», continúa. Y aquí es preciso aclarar que en esa estructura las palabras gente y sociedad sólo designaban a los (supuestamente) gentiles y al grupo de dominación; el resto era pueblo. Esto lo entiende muy bien. Es más, la historia escrita por los propietarios del Estado olvidan la matanza del 1º y 2 de abril de 1957, de Ranque, de El Patahual, citadas en el poema, porque no interesan; no forman parte de esa «nación».
Irrupción de los padres, la segunda sección, se vincula a su experiencia. Carmen, la dama allí mencionada, designa tal vez a su madre; y con ella designa el tiempo que ya fue, el irremediable: «Hace treinta años el mundo podía leerse en los envases de aceite de maíz y complacer a las escuelas públicas con galletas de pescado». Pero a pesar de la intensa emotividad contenida jamás concederá a la obviedad o la conmiseración. Una vez más el poeta describe la acción y esta acción es la encargada de transmitir cualquier tipo de sentimiento: «Sucedió que me quedé sentado en la mesa de la cocina, con las manos en la cara, temblando».
El jardín de su edén le permite describir el entorno lingüístico a través de la revisión de ocho poetas contemporáneos. En el título cita un verso de la Canción Nacional -es la copia feliz del Edén- y esta imagen, a imagen y semejanza de una idea de perfección, no es sino una copia, una extraña clonación en algo inexistente o inútil. Cuanto le resta es el lenguaje; desde allí podrá reconstruir la experiencia: «Porque hablar es despegarse de uno mismo, desprenderse». La comedia continúa: en Brecht, que recomendaba pensar el papel en tercera persona, en los zancudos que atraviesan el aire detrás de las cortinas, en el frío del espectáculo aunque el deseo del espectáculo no se detenga. En cada uno de los sueños el montaje de la realidad aparece señalado por térm inos, actos o conceptos vinculados al arte teatral. Mas no habla de teatro; simplemente señala que estamos ante el texto de un dramaturgo; que todo en verdad es un tremendo drama y que de comedia sólo tiene su nombre.
Ausencia de obra llama a la escena cuarta. En ella se hace carne el territorio de 10 y 12 Norte, por las calles orientes, con sus asilos y su pobreza. Según Rivera, «es la lectura del chismorreo entre dos lavanderas, quienes al caer la noche se transforman en un árbol y una piedra»; una proposición absolutamente teatral. Diversos elementos del sector retornan desde esa lejana infancia; la suave leche para los huérfanos, el Coliseo de 14 Norte, las viandas cómo único puente entre ambos grupos sociales. Ninguna tribu se gusta o atrae. La burguesía ignora a este grupo; la clase obrera tiene su propia gramática; la vianda es el símbolo del servicio de una en beneficio de la otra; nada más: «Pero no nos engañemos/ pues no se trata de la mejoría de nadie./ El mundo es más viejo que esta lavaza». Los diversos registros y tonos hacen de este poeta un actor de primera línea en las tablas nacionales. Una poderosa voz queda vibrando en el oído y su lectura se nos hace ya necesaria dentro de la tradición chilena. Tal vez se trate del poeta esperado.
Tal vez una mejor explicación de sus dichos la de el propio poeta en su discurso, Sentidas palabras, dicho al recibir el año 2007 el Premio del Consejo Nacional del Libro:
Señoras y señores. Quiero saludar a cada uno de ustedes y en esta ocasión decir algunas palabras.
No creo que el escritor –en mi caso, por lo menos- sepa explicar completamente aquello de lo que escribe. Ni tampoco siento que deba hacerlo, pues probablemente esa explicación pueda hacernos creer que es una persona que domina, con claridad, el campo de su oficio.
Sin embargo, creo que es posible decir que hablamos desde un lugar, y en este sentido uno de los rasgos permanentes en mi manera de apreciar las cosas ha sido esa percepción de que el tiempo no es lineal, o que estalla en cientos de direcciones simultáneas que, a veces, se contradicen. Uno de esos estallidos tiene que ver con el barrio de mi infancia. Una zona de cuatro o cinco manzanas, con casas bajas, dos fábricas textiles y un Coliseo, que se erguían –a mediado de los años sesenta- sólo a dos cuadras del mar.
Nuestro aprendizaje era entonces mimético. Es decir, nos identificábamos con el trabajo de nuestros padres y no conocíamos la soledad. El mundo adulto crecía dentro de nosotros con sus sistemas de reglas y creencias y, por lo tanto, resultábamos completamente incluidos en lo real.
De esto se producirían dos experiencias que me acompañarían siempre. La primera tiene que ver con los patios de la señora Braun, yo tenía siete años y mis amigos vivían ahí: en una construcción de beneficencia –donada en la época del treinta por la aristócrata Sara Braun- en un plan para albergar a mujeres solas con hijos, abarcando una manzana completa con sus casas oscuras, sus tres patios interiores, su capilla de madera, y un portón que se cerraba a las diez de la noche. El nombre real de ese conventillo era el de Asilo de los Dolores, como si esa intención de la lengua, como si ese nombre, pudiera protegernos de cualquier catástrofe o arbitrariedad.
La segunda experiencia son las lavanderías de Nueve Norte. Donde las madres de mis compañeros de fútbol, principalmente, lavaban las ropas de la gente que provenía de los chalet de la Avenida Libertad o la Avenida Perú. Yo recuerdo los vahos, el vapor elevándose como humo desde unos grandes tambores que se ocupaban para hervir las ropas y las sábanas. Ese era el mundo captado por nuestros sentidos. Un conocimiento tácito que se extendía como un arco sobre el presente, y donde los rostros de nuestros vecinos y los miembros de nuestras familias tenían un lugar. Suponía que había un mundo delante de nuestras vidas. Pero entonces no sabía pensarlo ni decirlo. Y aunque ese mundo ahora no existe, es la literatura la que me ha permitido escribir sobre la aparición de las Meninas de Velásquez en los patios de la señora Braun, y suponer que lo que esas mujeres lavaron siempre fue la ropa de Chile.
Es precisamente a esa gente a las que quiero dedicar este galardón. Y también agradecer en este instante: el amor de Patricia Aguilera, la confianza y amistad de los poetas Hugo Zambelli, Juan Cameron, Ximena Rivera, y la maravillosa ópera con Katherine Alanis.
Gracias.
Publicado por
Juan Cameron
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