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Sergio Hernández, el poeta olvidado

Alguna vez para citar un popular barrio de Estocolmo en el cual viven numerosos chilenos escribí por ahí “Rinkeby, arsenal de la patria”. Al momento de las confesiones debo citar al poeta Sergio Hernández -ese gran olvidado de las antologías- y leer allí Me persigue Chillán. El texto, musicalizado por Jorge Aravena Llanca, un chillañejo trasandino de Berlín, lo dice en forma original: Me persigue Chillán/ por todas partes,/ remecida uva sol;/ plácida plaza/ viene conmigo desde siempre,/ arsenal de la patria.
Allí está la prueba de la infamia, en la página 42 de Quebrantos y testimonios, edición antológica de Hernández publicada en 1983 por la Casa Chile en México. Harold Durand, otro chillanejo que viviía en la capital sueca tenía un ejemplar; y cuando lo revisábamos solía recordarme que nuestro querido “cullinco” estaba de cumpleaños el 17 de marzo.
Estaban allí, recuerdo, los textos olvidados y retornados de tarde en tarde a la memoria: Itinerario, El inválido, El canceroso, Acuario, Ultimo deseo, Documento psiquiátrico, Ultimas señales. Piezas de una antología sostenida por sí misma por su sencillez y tensión emocional, con su perfección formal y ese árbol de imágenes entregadas al lector como un ciruelo florido. Sostenida, además, a pesar de su propio autor quien insiste en podar las más hermosas terminaciones de sus textos.
Tal edición respondía al esfuerzo indudable del poeta chileno Hernán Lavín Cerda, su prologuista, quien reside en México desde hace largos años. En el volumen Hernández nos recuerda al otro Hernández, a Miguel, y tan lejano paralelo queda, sin ser mencionado, escrito por Lavín Cerda: “Lo desconocido en proceso de conocerse, mediante el asombro, siempre renovado, de la articulación de las palabras: sonido y sentido en estado de gracia”.
Autor de apenas tres libros anteriores y profesor de Castellano, Hernández ha dicho refiriéndose a ellos: “La poesía ha sido para mí una catarsis y una liberación (...) recogen casi sólo la parte dramática y angustiosa de mi existencia: cuando estoy alegre no escribo”. Y sin embargo, podemos decir que es el poeta más español de Chile, mas aún que Miguel Arteche, su compañero de generación. No por la presencia de una poesía mayor, pues en cuanto a métrica prefiere el verso menor, sino por su eufonía y por los cánones románticos y modernistas, también señalados en dicho prólogo.
De tal colección, Vuelo es -o era quizá- su mayor logro. En sus versos finales decía: yo estoy en Dichato (Chile)/ y soy un pobre profesor/ que nunca tendrá automóvil. Esa versión la escuché en Valparaíso, en 1971. Le indiqué, por entonces, que sería más rítmica, por la profundidad de la letra u y su relación con la palabra nunca, si lo terminaba con “un automóvil”. Pero los maestros suelen ser muy malos alumnos y quien era yo, con 24 años, para decirle nada.
La edición mexicana, deseo que por algún error de imprenta y no otro motivo, finaliza el texto en yo estoy en Dichato (Chile). Y para quienes venimos escuchándolo o repitiéndolo en la memoria desde hace cuatro décadas, algo nos falta allí; algo indeterminado semejante a una errata feroz que golpea y vacía nuestro oído.
También desoyó al crítico Ignacio Valente, quien más sabía de poesía que de escribirla, quien acertó al proponer el adjetivo florecido como postrer palabra de El canceroso. Hernández mantuvo el florido original, término al cual le llora la muerte de la tercera sílaba, la necesaria. ¿Ocurrió algo similar con el texto Acuario?
A pesar de estas observaciones, sigo leyendo con placer a Sergio Hernández. pues aporta con pequeños clásicos a la poesía chilena, a la altura de La bicicleta o Taza, de Arteche, o de Mi amada está tejiendo, de Efraín Barquero; o de la Abuela, de Alberto Rubio, o de tantos textos de Jorge Teillier que enriquecieran junto a ellos la Generación del 50. Neruda, al prologar Registro, afirmaba en 1965 que la voz de Hernández “es canto que corre, cristal que canta”. Es cierto; su fluidez y rítmico paso nos lleva a ese estado psicológico que Johannes Pfeiffer exige para la poesía.
Considerado entre los poetas de estirpe lárica, Hernández fue uno de aquellos típicos creadores provincianos que alejados del medio artístico local –siempre chato y reverencial- circulaba más bien en secreto y sin mayores pretensiones por las ligas nacionales. Junto a los del 50 conformaba ese puente ineludible entre las promociones de los grandes monumentos líricos y las más recientes. como aquella del medio siglo.
Sólo algunos iniciados conocían a ese delgado y pulcro profesor relegado en su país natal justo cuando el destino pedía nombrarlo entre los mayores. El mismo había trazado esa imagen diversa a la esperada. «Yo soy como las plantas o los árboles/ que nunca han sabido quienes son (…) ellos están ahí simplemente/ (como yo en mi tierra)/ y no les interesa ser astronautas/ ni andar apretujados en los metros/ o en los autobuses de las grandes urbes» nos dice en Últimas Señales.
El poeta era el séptimo hijo varón de una familia de nueve hermanos. Al nacer su padre, quien falleció cuando éste tenía seis meses, era dueño de un fundo cercano al pueblo de San Ignacio. Y Hernández, a pesar de una extensa trayectoria académica, murió al parecer en una menoscabada situación económica. Se decía hace un tiempo que el poeta andaba ofreciendo a precios irrisorios ejemplares de su nutrida y magnífica biblioteca. Formado en el Liceo de Hombres de Chillán, continuó estudios en Derecho en la Universidad de Concepción; pero a poco de ingresar abandonó sus estudios para trasladarse al Instituto Pedagógico de la Chile, en Santiago, a continuar su vocación de maestro. El excelente escolar ya había probado la enseñanza impartiendo clases a sus compañeros de curso en las áreas científica y de letras.
En esa época obtiene el Premio de la Federación de Estudiantes de Chile, en Poesía, y, en 1955, el premio de la Universidad de Chile. Su memoria de grado versó sobre la obra de Nicanor Parra. Al mismo tiempo comparte en la capital con un nutrido grupo de intelectuales que muy pronto habría de destacarse en la escena nacional. Allí figura el dramaturgo Óscar Estuardo, los poetas venezolanos Carlos Rebolledo y Guillermo Sucre, Teillier, Jorge Guzmán, Antonio Avaria, Juan Loveluck, Luis Bocaz y Margarita Aguirre, entre otros.
Antes de recibir el título es designado profesor en su antiguo Liceo de Chillán y muy pronto becado por el Instituto de Cultura Hispánica para continuar estudios en la Universidad Central de Madrid y en el Instituto de Cultura Hispánica. A su regreso es contratado para impartir Literatura Chilena y Española Clásica en la recién fundada Universidad Austral, en la ciudad de Valdivia. Tras el violento terremoto de 1960 decide emigrar y encuentra refugio en Valparaíso, donde ejerce el magisterio en los liceos 2 y 3. Allí es integrado por su amigo y maestro Pablo Neruda al Club de la Bota, una singular reunión de poetas en torno a la mesa del Nobel chileno, en el ya desaparecido Bar Alemán. Tras su estancia en el centro del país se traslada a la nortina Universidad de Antofagasta y, en 1966, vuelve definitivamente a su natal Chillán, aunque ejerce un cargo temporal, en 1971, en Santiago.
En su Quién es quién se retrata como un «anticonvencional y antiburgués, hipocondríaco y psicosomático», para continuar: «admiro la terrible imaginería de Kafka, la lucidez despiadada de Sastre, el desencanto tierno e inteligente de Albert Camus; el inesperado auge de la narrativa actual; gran parte de la buena poesía y del buen teatro de todos los tiempos». Sin duda Sergio Hernández ha sido el paradigma de esos rebeldes irreductibles y solitarios que pasan a nuestro lado sin ser advertidos. Más que humildad, su actitud significaba una profunda convicción respecto a su importancia. Y más allá de aquello, Sergio era un cultísimo ciudadano capaz de pasearlo a través de todo su Chillán por las mejores picadas donde el cerdo humea en la oscuridad y los apreciados clandestinos de la chicha, el vino, el chacolí y el aguardiente. Se trataba de un grande.
Y a propósito de escopeta, dice Denise Levertov, repetida por Germán Carrasco en el prólogo a Autobiografía y otros textos de Robert Creeley, que hay poemas nacidos completos -de una sola vez- que sorprenden al lector y son apreciados por el lector como dignos de elogio. Sin mucha pretensión, yo le debo uno a Sergio Hernández. Debe haber sido por 1971 o 1972, cuando lo fui a visitar, y el poeta me paseó todo la tarde por chicherías y picadas chillanejas. Hasta las tres de la madrugada, hora en que pasaba el expreso de Puerto Montt a Santiago. Subí a un vagón atestado de pasajeros y no encontré otro sitio donde tirarme agonizante, sino un espacio de suelo entre los respaldos en los viejos carros de segunda. A punto del desmayo anoté en un papel, para ser reconocido en caso extremo, algunas palabras: «Si muero, repentinamente...». No recuerdo más. En la mañana más fría aún un inspector me despertó pateándome las suelas. A duras penas me levanté y salí de la Estación Central. En el bus a Valparaíso descubrí el papel arrugado en el bolsillo de mi camisa. Tal era Asignaciones Forzosas, publicado años después en Perro de circo. Ese texto fue culpa del cullinco Hernández.
Por su parte, él nos dejó varios magníficos poemas. ¡Para qué más! Piezas que se repiten en secreto, al igual que su nombre, en la poetancia local. Uno de ellos, Último deseo, lo retrata en su infinita sencillez: «Antes de dejar de respirar/ antes de retirarme definitivamente de este juego/ no pongan siquiera un Cristo entre mis manos/ pon tu sonrisa y tu mirada/ y que eso sea el paraíso».
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Publicado por J.C.

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Sergio Hernández

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