Teresa Calderón con memoria de elefante
Elefante, una de las más recientes producciones de Teresa Calderón, presentado en agosto de 2008, da cuenta del desarrollo experimentado por la poeta en diversas áreas del lenguaje. Su lectura deja una sensación placentera que permite rencontrarse con ciertas necesarias fuentes literarias y con la imagen simbólica de la sabiduría y la justicia. Curioso, por decir lo menos, resulta el título La portada encuadra -en riguroso blanco- la silueta de Ganesha, el dios con cuerpo humano y cabeza de elefante y quien tiene por tarea ser el protector de la sabiduría, la literatura y las artes. No resultó fácil iniciar, sin prejuicios, la lectura de este volumen. Venía precedido por algunos no muy favorables comentarios de pasillo y ciertas observaciones poco claras referidas al resultado del trabajo. Y de poquísimas críticas o referencias, como ocurre hoy en día en este país de ciegos. Pero fue una sorpresa.
De sus tres secciones -Elefante, Palabra de elefante y Hay más- la primera justifica plenamente su escritura y entrega al lector un buen nivel de satisfacción producido por los numerosos y variados juegos y recursos que la poeta -en evidente estado de sazón- ocupa con gracia, con naturalidad, con oficio. Y uno de ellos, el cruce de tareas entre una y otra especie, resulta a la vez cómico y contiene una fuerte carga crítica: «Un elefante sabe lo que sabe/ está en su código ancestral/ forma parte de sus derechos humanos. // Un humano no revela enigmas./ Los guarda en su hermético egoísmo./ No respeta siquiera la ley de la selva.» La unicidad de la supuesta bestia y el quiebre del presunto ser superior queda reiterado acá por los puntos que cortan los versos del segundo párrafo.
La manada es imagen del grupo familiar que avanza con fuerza e inteligencia. El sentido de pertenencia es único y en su permanente migración -de Europa a América en el caso de su familia- respetará sus ancestros, mantendrá viva la memoria y rendirá culto a quien así lo merezca. Teresa Calderón acierta en la descripción de estas cualidades al aplicarlas a la historia personal: «Papá elefante está cerca/ se oye en el manglar mugir (...) Yo tenía 4 años/ Mi madre 22/ y mi padre 27/ cuando lo oía en el manglar mugir». La condición de relato hace a esta primera parte una verdadera saga familiar en el mismo sentido entregado por el peruano Rodolfo Hinostroza en su Memorial de Casa Grande. Aunque en este caso la protagonista es la misma escritora que en sus primeros días de colegio descubre maravillada a esta maravillosa bestia -noble e independiente- para convertirla en su propio blasón.
Junto con destacar los méritos del paquidermo, Calderón revisa su figura a través de la simbología contemporánea. «Mi padre vivía en Los Ángeles en 1944. / Tenía 14 años/ cuando mandó comprar/ El cementerio de los elefantes», relata al comenzar una serie de párrafos dedicados a Alfonso, su padre escritor. Y el elefante de Johnny Weismüller, el Tarzán de Hollywood, se menciona junto al héroe de la infancia (cinematográfica), un verdadero elefante frente a posteriores y estúpidos intentos de escenificación: «nada que ver el remake/ con Tom Cruise/ haciéndose el lindo/ en los albores del siglo 21». Del mismo modo en que frente al paquidermo de El libro de la selva, de Kipling, se opone «el único elefante estúpido», el de Walt Disney en su ya crionizado Disney World.
La memoria histórica es otro de los elementos que el texto alcanza a través de este símbolo. Como bien afirma Barrera Calderón en el prólogo (se trata de Gustavo, hijo de Teresa y poeta a su vez) el elefante es, entre otras cosas, metáfora de la memoria. Este animal, relata la autora, lleva luto por sus parientes y no necesita de un patio 29, haciendo alusión al lugar donde fueron abandonados como vulgares desconocidos cientos de asesinados por la dictadura militar. El mismo paquidermo que entra en la aldehuela de Kenya derribando casas y cosas en su aparente torpeza, recuerda la masacre de sus semejantes, la muerte de su madre, el maltrato del hombre que ocupa sus territorios: «No es comida lo que buscan/ como hicieran en el pasado,/ quieren asustar al humano/ por maltrato de siglos». Reacción que trata en extenso en «Hay más», la tercera parte de este volumen.
Calderón se permite con gracia e ironía jugar con ciertos tópicos guardados desde la infancia. La canción del juego aquel -dos elefantes se balanceaban/ sobre la tela de una araña- o esa que nos habla de The wonderfull wizard of Oz, la novela de Baum llevada al cine como El Mago de Oz, o más cercana aún a nuestro panteón cultural, la imagen que se nos aparece en plena calle, de madrugada, cuando con dificultad regresamos tambaleándonos a casa: «Pero no se lo dije./ Apenas pude balbucear/ que era un elefante gris:/ no es rosado ni tiene motas azules/ es gris, le dije». Por último, Barrera Calderón apunta con justicia a la intención de hacer prevalecer a la sabiduría sobre la devastación, a la inteligencia y la paciencia sobre la brutalidad y la desesperanza; pero también al necesario acto de venganza que, como una ley de Talión, reordena y reorganiza el orden natural de la existencia. Con las variadas cuestiones que la poeta pone en el tapete, va construyendo un mundo que, como la Naturaleza sostiene el prologuista, es tremendamente claro e iluminador.
Publicado por
J.C.
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