Presentación de Las Aguas Bisiestas
Hace mucho tiempo ya que los mercaderes se tomaron el templo. Y ahora lo están desmantelando. Lo que no sabemos, aún, es si se trata de bárbaros ignorantes o de ángeles satánicos. Pero el efecto es el mismo: la extinción de la vida sobre este planeta o, por parte baja, la extinción de nuestra especie.
Recuerdo un film referido a unos delincuentes en la Bolsa: el personaje principal expresaba una frase definitiva: Greed is good (la codicia es buena), como si acaso los recursos sobre la tierra pudieren explotarse y estrujarse y esquilmarse en beneficio propio, sin importan ni el prójimo ni nadie. Y así ocurre. El clima del planeta aumenta, también la desertificación, y la hambruna se extiende por los continentes sin que nadie le ponga atajo.
Esto que vemos hoy, es el futuro. Las narraciones, las películas, las tiras cómicas lo mostraban –la semana anterior, digamos- y a nadie le importaba un comino porque, decían estos mismos bandidos, que íbamos bien por el progreso, por el desarrollo de la humanidad. Hoy es la realidad, el futuro. Si alzamos un poco la cabeza, nada más, veremos la bahía de Ventanas y el vale de Puchuncaví contaminados, enrarecidos y con gente muriendo a causa de una excesiva explotación del aire y del contorno natural. Valles quemados, gente quemada, paisaje quemado en beneficio de intereses bastardos. Y en lo cotidiano se corrompió la ética. Hoy, aquí (literalmente, sin ir más lejos), es más rentable dejar morir a un individuo que sanarlo, dejar enloquecer a cualquiera de dolor que aliviarlo. Esta curiosa práctica genocida era absolutamente impensable, absolutamente inmoral hace unas pocas décadas. Era impensable que el Estado dejara morir a uno sólo de sus súbditos. Pero, al parecer, nos acostumbramos al dolor, al sufrimiento, a la muerte. Y las disculpas, los lemas, sus porquerías de lugares comunes siguen batiéndose aún en el corrompido discurso: emprendimiento, creación de mano de obra, progreso, sustentabilidad, competitividad, etc. etc . etc. Y aún hay estúpidos que compran el discurso.
De esto nos habla Sergio Infante en sus Aguas Bisiestas. Más allá de los símbolos -que el poeta utiliza en el libro como claves para sustentar su estructura- hay una denuncia denotada del hoy por hoy, de la actitud de los captores de la humanidad: “Juan Bosch, ¿sabías?/ Tus dos pesos van/ a la baja en el Mercado” nos dice cuando delata “Ahora los años se suceden de sequía en sequía,/ con lloviznas que caen entre el consuelo y la burla./ O una avalancha o las deudas se llevan, a lo bruto,/ lo poco que alcanza a brotar de nuestros campos”.
Las llaves simbólicas usadas en la ocasión provienen de nuestra mítica historia universal, la otra: la bíblica peña de Orbe, que a golpes de vara dará de beber a los sedientos, el árbol Yggdrasil, Chaac, el dios maya de la lluvia, el Sigmurg y sus alas impregnadas de sangre y de petróleo.
Hace ya veinte años, Sergio simbolizaba, en El amor de los parias, a través de la circunferencia del destino, ese ir hacia alguna parte que de manera inevitable nos conduce el rodas hacia un destino. Se trataba ya, por que el poeta es vate y vaticina- de la absoluta pérdida de toda esperanza. Pero la derrota a manos del posmodernismo era moral, era interna. Habían caído los grandes discursos (en verdad cayó el discurso: ahora sólo se blasfema) y el individuo resultaba nada más que un simple paria, ese tipo de figura que estamos, los poetas, acostumbrados a asumir pues disfrutamos con subvertir el lenguaje. Es decir, darlo vuelta, sacudirlo para mostrar las verdaderas y más ocultas intenciones del lenguaje.
Y un procedimiento similar marca su escritura en el anterior poemario, La del alba sería –ocasión en que el Quijote se arma Caballero- momento en que su escritura asume la derrota personal como consecuencia de esa gran caída anterior. Se trataba, dije por ahí, del fin de fiesta, de los fragmentos de toda ilusión ya quebrada y de la reconstrucción, sobre una pantalla virtual, de un mundo ya no posible. Citaba entonces unos versos para mi esclarecedores: “Ansioso corrí/ tras esas fogatas/ que amanecían dibujadas/ en el fondo de los parques”.
Algo que me llamó la atención al entrar en el libro es la facilidad de Infante para afrontar distintas formas del verso. Comienza con un riguroso endecasílabo, casi un prólogo: “El desastre que vi no deja historia./ Las secuelas impiden comentarios,/ acuciosas pesquisas de curiosos. Lo señalan extensos arenales./ Lo confirman provincias de granitos/ donde musgo y aliento se derrumban”; para luego continuar con verso menor o silvas cuando la ocasión lo amerita, e intenta ¡por qué no! Una estrofa de pie quebrado, a lo Manrique rescatando, en uno u otro capítulo del libro, los elementos simbólicos que reordenan su alegato como un solo cuerpo.
Esta estructura se compone de cuarenta y cinco textos agrupados en tres partes o capítulos, además de ese texto inicial que, en tanto prefacio, nos señala haber tenido esta repentina visión de destrucción y caos. Pero, acá debo hacer la aclaración, no se trata de una amenaza o de una catástrofe cercana, como lo plantea Eco en Apocalíticos e Integrados; ni tampoco es el Juan de Patmos. El poeta más bien señala a cuanto ve. Y es más, se refiere también a cuanto fue: A las nieves que fueron, las del Kilimanjaro, a las selvas perdidas, los tucanes, los hielos separados ya del Ártico. Se trata de un presente, de una destrucción en proceso: “Somos el giro luminoso y la muerte paulatina/ Orondas las vueltas muestran su hilacha (…) y enancha sin cesar el peladero de las vacas flacas/ por llanuras, bosques y selvas,/ por humedales y costaneras/ que pronto dejarán de serlo”.
La sensación que nos queda es muy pesimista. El proceso está largado y no hay vuelta atrás. Al menos, para quienes ejercemos este extraño oficio nos queda el consuelo. La poesía perdurará mientras exista lenguaje; y el lenguaje acompañará al hombre hasta su despeñadero.
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Juan Cameron
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